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Cuento agridulce de navidad (y III)

· 4 min read

(Leer las partes primera y segunda) Llegando a Charing Cross me viene la inspiración de pronto; recuerdo que varios homeless viven entre los pasillos de la estación de metro y la de ferrocarril. Bajo las escaleras y le doy varios sandwiches a un hombre que está tumbado sobre cartones. El pasillo es uno de esos grandes y amplios del metro, con el techo y las paredes alicatados. Al fondo veo a mi segundo objetivo, sentado contra el muro, con las piernas dentro de su saco de dormir verde. Me acerco a él y me mira, agitando el dedo índice delante de la cara. Cuando llego a su lado está diciendo: No fish! No fish! A pesar de eso no pone muchas objeciones y escarba con curiosidad entre los triángulos de pan en cuanto me agacho frente a él con la bandeja en una mano, como un camarero. Agotados los recursos que el metro puede ofrecer, emerjo a la superficie de nuevo, resuelto a liquidar las existencias. Enseguida encuentro a otro repartidor, esta vez del London Lite, que es un diario gratuito (y caro, en relación calidad/precio). Le echo morro e intento una suerte de simbiosis unilateral, plantándome junto a él y extendiendo mi bandeja en sincronía con su fajo de periódicos. ¿Qué más se puede pedir? Señora, llévese a casa esta noche de gratis una cena medioqué y las peores noticias de Londres. Al poco me siento un poco culpable, porque el ratio de conversión del repartidor está disminuyendo en proporción al cuadrado de la distancia que nos separa. Le sonrío para quitarle hierro al asunto e intento discutir con él detalles sobre la puesta en práctica, delimitar competencias, pulir las rebabas de nuestra oferta. El repartidor no me entiende. Y por una vez no es mi inglés, sino el suyo. No habla una palabra, el pobre. En ese momento formulé mi Ley de Marketing Sandwichero: se colocan muchos menos sandwiches trabajando en tándem con un repartidor del London Lite que operando por libre. Vaya usted a saber por qué. La verdad es que si tuviese que ganarme la vida haciendo esto, lo llevaría crudo, me digo. Claramente las personas serias e introvertidas no damos el tipo para repartir cosas por la calle. Mucho menos si esas cosas son gratis. No servimos ni para eso ni para otras muchas profesiones, como ya señaló un amigo mío. De todas formas, también es cierto que a estas alturas la bandeja ya no tiene el aspecto lustroso del principio: la comida está distribuida irregularmente por la superficie de plástico y hay algunos trozos de pan huérfanos o desparejados. Tengo que trabajar en la presentación del producto. Necesitaría un escaparatista. En vista del escaso éxito me vuelvo hacia el repartidor y le pregunto por gestos y en indio (indio americano, no indio de la India) si hay vagabundos cerca (Homeless? Homeless here?). Me señala la entrada de uno de los teatros del West End, a cincuenta metros de distancia. A saber qué demonios cree este tipo que le he preguntado. Por si acaso, me acerco un poco al teatro. Pero no veo a nadie con pinta de agradecer un sandwich de un desconocido. Todo a babor hacia Leicester Square. Fue una mala decisión. Eso sí: Merry Christmas, Merry Christmas. La intención es buena, pero me gustaría pararlos y decirles que me la suda que sea navidad. Mi tercera y última vergüenza por sorpresa: me da vergüenza que piensen que el espíritu navideño me impulsa a hacer esto. Me da vergüenza que piensen que soy manipulable (aunque lo sea irremisiblemente). Bajando de nuevo hacia Trafalgar Square, me vienen a la cabeza las palabras de un personaje al que admiro y me digo que les den por culo a los pobres. No veo mucho más que pueda hacer, es tarde y aún tengo que preparar mi equipaje para volar mañana. La mitad de la segunda bandeja acaba en una de esas papeleras cilíndricas abiertas al cielo, tan Westminsterianas. Atravieso la plaza en diagonal para meterme en el metro. En el centro de Trafalgar Square, un árbol de navidad gigantesco, cargado de lucecitas. Es la mitad de alto que la columna de Nelson. La base está vallada y hay parejas y familias alrededor; haciendo fotos, gritando, frotándose las manos enguantadas. Haciendo las cosas que se hacen en navidad.