«La Mala Costumbre»
Regalé esta novela a mi mujer por su cumpleaños porque yo llevaba una temporada leyendo cosas muy buenas sobre el libro (sí, tengo la desfachatez de regalar a la familia libros que luego pretendo leer yo también). Especialmente en redes sociales no hacía más que encontrar alabanzas a la novela. La premisa me parecía intrigante y muy alejada de mi mundo, y al estar basada en la experiencia personal de la autora, yo anticipaba aprendizaje y estímulo. Además, Alana S. Portero es madrileña como nosotros y solo un poco mayor que nosotros, así que esperaba encontrar referentes comunes (hasta donde su vida y las nuestras se intersecan, que tampoco es tanto).
El libro me ha gustado bastante. Está muy bien escrito, el estilo es elegante y rico, y está lleno de metáforas precisas. Es muy poético a veces, y a la vez muy visceral. Realmente es un placer leerlo: fluye fácil y emocionante.
Es una recreación detallada, cruda y hermosa de la disforia de género y de las angustias de crecer «dentro del cuerpo equivocado» en un barrio de clase baja en la España de los años ochenta.
Cuando llevaba más o menos la mitad de la lectura, conmovido y sorprendido por el relato hasta entonces, decidí resolver una duda que me acuciaba: ¿hasta qué punto es autobiográfica la novela? Apenas hice la primera búsqueda en la web, llegué por casualidad al momento justo en el que la autora responde a esta pregunta en una entrevista. Su contestación es un «no» bastante rotundo: el libro «es literatura» y está construido con experiencias personales pero sobre todo con historias oídas, con escenas vividas por otros, con lecturas, con imaginación. Y no sé si esto está bien o mal, pero a partir de ese momento mi valoración del libro bajó un poco.
Lo he estado pensando, y creo que está justificado que ese dato informe la crítica de una novela como esta.
Por un lado, el libro es ficción y nadie pretende lo contrario. Tolkien es ficción, «El Nombre de la Rosa» es ficción, el «Ulysses» es ficción… y no dejan de ser obras mayúsculas porque sean fruto de la imaginación de una persona.
Por otro lado, este libro parece autobiográfico desde la distancia, e incluso de cerca. Los solapamientos entre la propia vida de la autora y de esta niña que quizá se llamó Alejandro, que estudió Historia, que se especializó en la Edad Media y en mitología… son abundantes y evidentes. Claramente, la novela se beneficia de esa biografía, y el perfil de la escritora se ha ligado a la obra en las críticas (mayormente positivas) que ha recibido.
No quisiese forzar el símil, pero por explicarme: si después de digerir «Archipiélago Gulag» y haber sido transformado por ese testimonio uno descubriese que Solzhenitsyn nunca estuvo preso y que su obra es «ficción» (aunque el Gulag en sí existiese), ¿no sería normal que uno modulase o atemperase su reacción al libro?
De todas formas, e independientemente del mix concreto de realidad y de imaginación con que se haya cocinado, el libro es luminoso y agradecido. Solo tengo dos críticas.
Una menor, estilística, pero que me fastidia porque es una falta que encuentro con relativa frecuencia: comas en lugar de puntos y seguido, con el dominio de la lengua y la expresividad de que hace despliegue la autora, choca encontrarse tantas frases fusionadas con comas en lugar de separadas por puntos, este mismo párrafo intenta ilustrar el problema y claramente es incómodo de leer, ¿verdad?
Y luego, claro, está la política.
El sesgo (y, a mi modo de ver, los errores) se notan tanto en la elección de las palabras como en el fondo.
La protagonista y sus compañeras transexuales no sufren violencia, sino «las violencias». Esta expresión, que es bastante reciente, me parece cursi y pretenciosa («no hablamos de “los desempleos” ni de “las poluciones atmosféricas”; ¿es para revestir el concepto de mayor importancia?»). Es curioso cómo los policías, los militares y los vigilantes de seguridad, y los muertos por homicidios «normales» no parecen ser víctimas de «las violencias».
Otro toque de presentismo: se hace referencia a la construcción del «binarismo» que supuestamente empezaba a imponerse en la España de los '80 (¡!). Los españoles del Renacimiento, y no digamos ya los Celtíberos, debían ser mucho menos normativos y más fluidos en su concepción de los roles de género.
(Sobre esto, además, detecto una disonancia o una contradicción que se observa en el discurso contemporáneo sobre sexo y género: la negación del sexo como algo binario, y a la vez la adoración del sexo concreto que se siente como propio y la defensa a ultranza de atributos y comportamientos sexuados tradicionales. Se condenan la idea del sexo como algo dicotómico y la clasificación en «hombres» o «mujeres»… y a la vez un hombre biológico que se sienta mujer enfoca sus esfuerzos y sus reivindicaciones en adoptar un nombre «de mujer», en vestirse «como una mujer» en ser percibido y reconocido por los demás «como mujer», etc. Si el sexo no es binario y se pueden ser muchas cosas que no son hombre ni mujer, si hay un espectro amplio de opciones, y si los estereotipos de género son una construcción social a derribar, ¿por qué los y las transexuales tan a menudo parecen basar su identidad en adherirse con fervor a uno de los dos polos del espectro, precisamente? Si lo binario es una imposición reaccionaria, si se puede no ser ni hombre ni mujer, si una mujer lo es plenamente aunque no cumpla los cánones de belleza ni se ciña a lo que la sociedad aprueba como típicamente «femenino»… ¿por qué entonces el ansia constante por, y la conquista anhelada de, el pelo largo, los vestidos, las faldas, los tacones, el lápiz de labios, la sombra de ojos, el tono de voz agudo, los pronombres en femenino y todo lo que tradicionalmente se asocia con una «mujer»?)
Siguiendo con el fondo político, la protagonista es, por supuesto, anticapitalista. Aunque el capitalismo sea el menos malo de los órdenes económicos, aunque la libertad económica sea ortogonal a (e incluso a veces antídoto contra) determinados problemas sociales… el capitalismo es el enemigo.
Un ejemplo de esta desorientación: la narradora vuelve, después de dos o tres décadas, al barrio madrileño de San Blas donde pasó (mal) su infancia y su adolescencia, y lo que le duele es «ver el mundo descomponerse por la avaricia y la crueldad capitalistas». Y sin embargo, ¡los cambios que describe en el barrio son a mejor! La heroína y otras drogas parecen haber desaparecido del paisaje, se han abierto más espacios de libertad y de expresión para personas como ella (aunque sea poco a poco), los viejos bloques insalubres se han demolido y sus propios padres viven ahora en un edificio mejor. El único retroceso concreto que lamenta es la pérdida de aquellos lazos de solidaridad vecinales y aquella conciencia de clase que había en los ochenta: las familias del barrio ya no hacen vida en la calle, ya no se cruzan por los portales como antes. ¿Quizá porque viven en pisos más grandes y más cómodos, porque hay menos paro y menos droga, porque hay más escolarización, televisión por cable y acceso a internet? Pero… ¡el capitalismo!
También hay cierta misandria en la novela: aparecen Algunos Hombres Buenos (el padre, el hermano, un amante), pero el grueso de los hombres del barrio parecen seres primitivos que subliman sus instintos gritando y emborrachándose en el fútbol. Trabajadores incansables implicados en la lucha sindical, sí; pero también violadores y maltratadores, personajillos patéticos de gimnasio cutre de artes marciales, bestias cobardes que miran para otro lado cuando un vecino da una paliza a su mujer. Las mujeres salen bastante mejor paradas, en general; son una comunidad, una familia, un aquelarre de brujas buenas y de diosas de sabiduría y bondad aparentemente inagotables.
Cuando después de terminar el libro pensaba en estas discordancias y en cómo expresarlas por escrito, me asaltó el temor de estar aleccionando a una desconocida (la autora) en una experiencia de vida y en unas circunstancias que le son mucho más cercanas a ella que a mí. ¿Quién soy yo para decir a Alana Portero que su interpretación del Madrid de las últimas décadas está un poco torcida, o que la sociedad en la que transcurrieron su infancia y su juventud no fue exactamente, o no fue solamente, como la describe en este libro?
Entonces recordé que, según ella misma, el libro no es autobiográfico. Así que lo que se diga, bueno o malo, acerca de la narradora en primera persona de «La Mala Costumbre», o acerca del mundo que se construye en la novela, no debe interpretarse como una alabanza personal ni como un ataque personal. Yo encuentro esta ficción que ha diseñado emocionante y hermosa, y agradezco la inclusión de ingredientes de su alacena personal y privada en la medida en que los haya, porque contribuyen a transportarme a un universo que como ya he dicho me es relativamente lejano (y por eso, entre otros motivos, leo). A la vez, uno puede oponerse a alguna lectura política que se vislumbra en la novela, sin que eso le impida celebrar y respetar las conquistas personales de la autora.
En cualquier caso, ojeando la presencia en redes sociales de Alana Portero me temo que esta exposición de motivos, este intento bienintencinado por matizar y describir exactamente en qué se está de acuerdo y en qué no, puede caer en saco roto: esto es lo que la autora tenía que decir hace unos días sobre J. K. Rowling, una feminista solidaria con los transexuales que está siendo vilipendiada sin motivo:
«Necesito hacer frente, también, aunque sea como una golondrina aleteando contra un Panzer, a la campaña monstruosa de violencia que desde hace años lidera JK Rowlling [sic]. La influencia de su abyección busca nuestra erradicación. Pocos ejemplos de maldad tan gratuita he visto jamás.»
¿Qué «violencia», exactamente? ¿Quién ha sufrido qué daño físico concreto a manos de J. K. Rowling, o siquiera indirectamente por cosas que J. K. Rowling haya dicho o propuesto hacer? Alana Portero maneja las palabras demasiado bien como para ignorar qué no significa «violencia». La carga de la prueba se sigue acumulando en quienes acusan a J. K. Rowling de crímenes tan altos.
J. K. Rowling y el sistema capitalista son malignos y violentos con la misma falta de pruebas en su contra, y son condenados con la misma escasez de evidencias.
Empieza a ser una mala costumbre, y algunos empezamos a estar bastante cansados.