De nuevo Tokio
Tokio, otra vez.\n\nEl lienzo tridimensional del urbanismo inimaginable, efervescente y acogedor, permanentemente extraño y personalísimo.\n\nSus locales diminutos continúan desafiando la escala magnífica del esquema que resume los planos del transporte público, con sus ramas de líneas multicolores hundiéndose en las sub-ciudades. Bares que son menos que un pasillo, semiocultos tras las medias cortinas. Flanqueados por otros locales igualmente mínimos que sin embargo consiguen atraer la mirada y se hacen notar; poco importa que sea solo un local en una sucesión interminable de locales idénticos, que a su vez se replica al otro lado de la estación, en otra parte del barrio y en el otro extremo de la metrópolis. «Densidad» es la palabra.\n\nTokio. Los vagones de sus trenes se llenan de muchachas de piernas blanquísimas y delgadas, rodillas centrípetas, andar equino, cabellos finísimos, peinados impecables; cableadas, abrazadas al Louis Vuitton*; envueltas como el resto de los pasajeros en electrónica portátil; cubiertas por pieles sucesivas de microfibra, plástico, cosméticos, autocontrol y ausente dulzura. Muchachas físicamente presentes, pero apenas conscientes de su propia existencia. Como el resto de los pasajeros. Las muchachas rotan en cada estación; aparecen y desaparecen, se maquillan, miran al suelo, juegan con el teléfono treinta minutos sin levantar la mirada, duermen con la cabeza en las rodillas, raramente hablan.\n\nUna nueva barrera se ha sumado a las anteriores: a las alergias, la hipocondría y la consideración por la salud del otro se ha unido la psicosis de la pandemia de moda, y los japoneses se han envuelto en otra capa más. Más que nunca, la población se ha escindido en dos grupos: los que llevan mascarilla, y los que no. La consecuencia es que códigos nuevos están apareciendo, y los «enmascarillados» se comunican entre sí con las manos, con los ojos y con esa voz que surge atenuada desde el otro lado del tejido tenso sobre los labios. Tantos niños que deben estar aprendiendo a hablar lo están haciendo a base de mirar a los ojos de sus hermanos y a las manos de sus madres, pues la familia entera viaja de incógnito por la profilaxis. Una generación entera a la que le están racionando su dosis necesaria de sonrisas sinceras, dientes apretados, labios temblorosos, risas nerviosas, gestos cómplices… por fuerza tiene que crecer de otra manera, y comunicarse en otros canales.\n\n\n\nUna embarazada se ajusta el elástico tras la oreja mecánicamente mientras inclina la cabeza en una rápida reverencia cuando le ofrecen un asiento, sin mirar nunca de frente. El observador se pregunta qué es lo que habría visto en su cara si no hubiese una máscara delante. ¿Una sonrisa? ¿Indiferencia? ¿Desconfianza? Poco importa; seguramente la mascarilla también termina reprimiendo las emociones mismas, de forma natural.\n\nAl observador (que ya ha anotado otras barreras antes) lo que le sorprende esta vez es la homogeneidad en estos complementos de moda: no es posible, se dice, que no haya mascarillas de* Hello Kitty*, con facciones de personaje de* manga dibujadas sobre la tela, o negras, de látex y cubriendo toda la cara.\n\nDespués de todo, este es el archipiélago en el que, según Sharon Kinsella, no existe la idea de «afeminado» o «inmaduro». La segunda potencia económica del mundo desarrollado en la que es un garabato orejudo, de una especie animal inventada, el que identifica las comisarías de barrio. La ciudad en la que modelos 3D cabezones en colores pastel bailan obsesivamente coreografías de campamento de verano mientras cantan soniquetes en la quinta octava desde las pantallas enormes que se abren a la calle en el baricentro de los edificios. La nación en la que muñequillos multicolores penden de los móviles de los ejecutivos y en los sistemas de megafonía solo los avisos importantes se leen en una voz masculina adulta.\n\nAsí que el observador intenta proyectar lo que sabe y se anticipa a la tendencia, o eso cree. Se ha acostumbrado de forma inconsciente a esperar variedad hasta el paroxismo. Sin embargo, la sorpresa es que no hay sorpresas, y el blanco cubre la nariz y la boca de la mitad de los tokiotas, como un uniforme.\n\nPero así es Tokio. Las relaciones que habías entendido son ya las de ayer; hoy las constantes son nuevas.\n\nToda la población que podría llenar un país entero está empeñada en vivir sobre el mismo tatami*. Como si esos 1'55 m² se dilatasen para alojar a la vez las estructuras más complejas y gloriosas que el hombre ha creado y el dolor de la convivencia obligada; las palabras y los gestos más hermosos y la crueldad infinita hacia la propia especie; la imaginación derramándose imparable en cada esquina y el vómito negruzco de la homogeneidad.\n\nY ese* tatami virtual que aloja a todos los tokiotas se clona varias veces en cada vecindario; vecindarios que a su vez se repiten en el distrito, formando barrios que dan lugar a las ciudades que componen Tokio. Ese fractal perfecto está roto por curvas y polígonos que cruzan a varios niveles y perforan la retícula por encima y por debajo; en vías montadas sobre autopistas elevadas encima del parque y en bares bajo el pasaje que conecta el intercambiador subterráneo con el complejo de centros comerciales.\n\nCon tantas fuerzas distintas actuando sobre una misma metrópolis, es fácil desbordarse. Y sin embargo, Tokio no solo no implosiona sino que florece y se expande (y a veces se gangrena) en ciclos fascinantes que desafían cualquier intento de abarcarlos.\n\nQuizás Paul Waley sea el que lo ha expresado con mayor claridad: el que recurre al argumento de que Tokio es desorden, improvisación y caos está ignorando un hecho que por sí solo rebate empíricamente cualquier esfuerzo reduccionista: Tokio funciona.\n\nDe hecho, Tokio funciona muy bien. Lo que tiene que fluir, fluye con poca fricción; lo que debe permanecer inmutable se preserva como en ningún sitio.\n\nCada hebra de la ciudad se entrelaza una y otra vez con todas las demás en puntadas nanométricas, sorprendentes.\n\nSe entrelazan las columnas de luz que son todas las oficinas, bares, hoteles, grandes almacenes, estaciones, salones de pachinko*,* karaoke*, restaurantes… apilados unos sobre otros, hacia el cielo y también bajo tierra, proyectando sus mensajes en cadenas de caracteres rutilantes que cuelgan de las fachadas y alargan el atardecer hasta el alba.\n\nSe entrelaza la miseria de los vagabundos que edifican laboriosos en cartón y hacen noche tendidos en filas ordenadísimas a lo largo de las escaleras mecánicas detenidas (ocupando solo media anchura; el camino queda despejado).\n\nSe entrelazan —por el aire y en el subsuelo— todas las redes, visibles o no: redes de redes que nutren, dirigen, sanean, proveen, respaldan, realimentan, monitorizan, sedan, purifican, transportan y excretan.\n\nSobre todo, imaginamos que se entrelazan varios millones de vidas que en silencio y en asepsia comparten asiento de tren, horarios y gentilicio.\n\nTodas esas cosas fluyen; otras permanecen.\n\nPermanece la tristeza incomprensible y la vacuidad del* pachinko*. También el señor mayor con gorra cuyo trabajo es estar de pie junto a otro señor mayor con gorra que regula el tráfico en un cruce irrelevante y solitario; o girar veintiséis grados todas las bicicletas aparcadas en la calle. Y los grupos de jóvenes, llenando las galerías comerciales y negando el todo en rebeldías de gel fijador (hasta los espíritus contestatarios parecen mesurados con tecnología de superconductores). La humildad total y la amabilidad del que da un servicio, y de los transeúntes. El escalón vergonzoso entre los sexos, que el observador quiere ignorar. La cacofonía que bloquea el intento de comprender.\n\nAl final se concluye que debe existir un patrón para esos tejidos, aunque uno ya haya renunciado a intentar entenderlo.\n\nTokio, sea lo que sea, provoca una fascinación masoquista; un vértigo terrible de endorfinas sintéticas; el horror de la multitud y el vacío de ser uno solo; el infinito deslumbrante de las posibilidades y la certeza demoledora de las limitaciones. La ciudad provee un patrón insólito contra el que medir todo lo demás, y a uno mismo. Es una obligación, un lugar a evitar, el centro más cercano a todo, una bienvenida permanente. Tokio experimenta consigo mismo como una criatura artificial, o como la aldea que creció demasiado. Aunque solo fuese por un mero cálculo de probabilidades, la belleza tiene que surgir en su interior.\n\nEl observador busca desesperadamente esa belleza entre los charcos, y a veces la encuentra.*