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Cuento agridulce de navidad (I)

· 5 min read

〜 De bandejas de comida y vergüenzas personales 〜

Las seis y media de la tarde (aquí en Londres las llaman de la noche). Estoy aún en la oficina, casi solo ya. Es el último día antes de mis vacaciones de navidad y me he quedado trabajando un poco más de lo habitual, intentando dejar cosas medio terminadas antes de irme a Granada. Arrastro emilios de una carpeta a otra, tacho varias líneas en mis post-its, cierro documentos. Mientras espero a que mi computador se apague voy a la cocina a beber agua, con parada técnica en el baño, para completar mi ciclo personal del agua. Como hago siempre. En la cocina quedan todavía cuatro bandejas ovaladas grandes de plástico llenas hasta arriba de sandwiches de distintas variedades, perfectamente etiquetados (Vegetarian, Ham & Cheese, Salmon & Cucumber…), acolchados entre hojitas de lechuga. También hay un paquete de galletas de jengibre que está a medias y un par de platos con aperitivos. A esta empresa no le faltan excusas para comprar el almuerzo de la gente, poner fruta en las cocinas, servir copas de zumos y aperitivos en reuniones informales a media tarde, repartir helados por la oficina de vez en cuando. Días especiales y aniversarios de la empresa, cualquier motivo es bueno. Hoy hubo fiesta de navidad para los enanos. Algunos compañeros vinieron esta mañana con los hijos puestos. Algunos con cónyuge también. Se lo pasaron todos pipa pintándose la cara, cantando en una sala de reuniones y trotando por los pasillos. Bastante surrealista. Niños ingleses tan rubitos, ceceando entre los dientes caídos y escondiéndose debajo de las mesas. Son muy graciosos. Y qué bien hablan inglés, los cabrones. Hoy los que se encargan de estas cosas calcularon mal y sobró bastante comida. No es la primera vez que pasa. No hay nadie en la cocina, excepto uno de los limpiadores. Está recogiendo platos y metiéndolos en el lavavajillas, reponiendo los frigoríficos, limpiando las encimeras. Como hace siempre. Los limpiadores aparecen a las cinco o las seis —cuando la gente se está marchando— y hacen su batida por toda la oficina. Los he visto en acción cuando he tenido que quedarme hasta tarde algún día. Este limpiador y yo siempre nos saludamos, aunque ninguno sabe cómo se llama el otro. Lo hacemos desde que un día me dio por decirle hola (no veía a nadie más que lo saludase). Es negro. Todos los limpiadores de mi oficina son negros. Todos. No sé cuántos hay, pero he visto al menos a cuatro. No son negros-obama. Son negros como el tizón. En cambio, cuando llegué a esta empresa me sorprendió que apenas hay trabajadores negros (entre los trabajadores que se sientan delante de un monitor, quiero decir). Aunque hay un buen gradiente de color en mi oficina. La principal minoría étnica somos los blancos. Estoy exagerando, claro; pero hay muchísimos hindúes. Muy poquitos negros. Salvo los que limpian. Este limpiador me mira, pensando que he ido a por los sángüiches, y me dice, señalando las bandejas: do you want to take any? I'm going to throw them away. Le respondo tontamente, con mi vaso de agua en la mano: oh... Are you throwing them away? Really? Le digo que es una pena, que no podemos tirarlo, que odio tirar comida a la basura. Me dice que sí a todo, y parece sincero. Él ya ha comido algo, y no sabe qué hacer con el resto. Me lamento un poco más y me vuelvo hacia mi mesa. A medio camino cambio de idea y vuelvo a la cocina. Nos lamentamos un poco más los dos. Alguien tiene que comerse esto, pienso. No podemos tirarlo a la basura. En esto descubro mi primera vergüenza de la noche: me da vergüenza salir de la oficina con dos bandejas de sandwiches en las manos. Me da vergüenza que alguien piense que me llevo comida a casa para los próximos días, que soy un rácano. Me da vergüenza caminar por la calle con las bandejas en la mano. ¿Puede eso más que mi espíritu hiperracionalista? (¿Un montón de comida en buen estado que se va a desperdiciar? ¿Es una pregunta con trampa? Me llevo lo que vaya a comer y doy el resto a quien lo pueda necesitar. Evidentemente. Todo ganancias, ninguna pérdida. Obviamente. No hay argumentos en contra. Siguiente problema, este era fácil.) Aparece Gaurav, un colega. Le digo que me voy a llevar dos bandejas para repartir la comida por la calle. Mi compañero no solo no se sorprende de mi idea (¡gracias, Gaurav!) sino que me recomienda un mendigo que vive muy cerca de la oficina. Sé exactamente a qué mendigo se refiere. Pero voy a necesitar más que un mendigo. Y los mendigos postmodernos igual se ofenden si les ofreces comida. O te acuchillan. Los transeúntes seguro que te ignoran. Además, si no encuentro quién se lo coma, voy a tener que tirarlo yo mismo. Y eso va a ser aún más doloroso que no mirar mientras lo tira el limpiador. Quién dijo miedo. (Continuará)