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Momentos de la Historia

· 3 min read

Londres, albores del Siglo XX.

Los últimos avances científicos y tecnológicos están siendo adoptados con entusiasmo por las clases pudientes de Inglaterra. Los automóviles son ya habituales en los caminos de la campiña y hay un fonógrafo en la mayoría de los hogares británicos. A esta época de maravillas que facilitan la vida de los londinenses ha venido a sumarse recientemente el agua caliente canalizada. La burguesía de la City y de Westminster comienza a instalar conduciones de agua caliente en sus casas de estilo victoriano.

Uno de los mejores fontaneros de la capital, Mr. Rowan Kowalczyk (evidentemente, siendo fontanero tenía que ser polaco) y su joven aprendiz de 15 años, el inquieto Sean McHogan, se encuentran en el pomposo toilet del hogar de Mr. y Mrs. Hovenfield, al oeste de la ciudad, trabajando en una de las primeras instalaciones de agua caliente del Reino Unido. Asistimos al siguiente diálogo.

Mr. Kowalczyk: Bien, mi pequeño amigo. Ahora que hemos llevado el agua caliente hasta aquí, preste atención y observe cómo instalo estos grifos en el lavabo de la señora Hovenfield. Tiene suerte de estar hoy aquí, y ser testigo de este momento histórico de progreso tecnológico.

Sean: Claro, señor Kowalczyk. Lo que no entiendo es, ¿por qué ha traído usted dos grifos?

Mr. Kowalczyk (riendo): Cuando acepté tomarte como aprendiz, tu padre no me advirtió de que eras tan despistado como joven, Sean. ¡Te olvidas del gran avance que está viendo nuestro siglo! Una de estas tuberías llevará agua fría, sí, como ha sido siempre. Pero de la otra… ¡de la otra, Sean, brotará agua hirviendo cada vez que nuestros clientes, los señores Hovenfield, así lo quieran! Es por eso que necesitamos no uno, sino dos grifos.

Sean: ¿Y no sería mejor si colocásemos un solo grifo con dos manivelas, de forma que ambas aguas, la fría y la caliente, puedan ser mezcladas a voluntad?

Mr. Kowalczyk: Pequeño truhán, ésa es la estupidez más grande que he oído nunca. Dime, ¿qué sentido tendría eso?

Sean: Bueno… había pensado que quizás así podrían conseguirse temperaturas intermedias que fuesen más del agrado de la señora Hovenfield…

Mr. Kowalczyk: ¡Tonterías! ¿Para qué iba a querer nadie regular la temperatura, pudiendo escaldarse y congelarse alternativamente las manos en uno y otro chorro? ¿Se te ha ocurrido pensar en eso, Sean?

Sean: No, señor Kowalczyk. Tiene usted razón. Es sólo que… había oído que en Europa lo están haciendo así y…

Mr. Kowalczyk: ¿Con que «en Europa lo están haciendo así»? Muchacho, ¡¡razón de más para que nosotros no imitemos tan nefasta idea!!

El aprendiz de fontanero Sean McHogan guarda silencio, impresionado por la seguridad que demuestra su maestro. Es lo suficientemente inteligente como para admirar la sabiduría que ve en sus palabras. Al cabo de un rato, el señor Kowalczyk, con mirada paternal y condescendiente, se vuelve a dirigir a él:

Mr. Kowalczyk: Caramba, muchacho. ¡Qué ideas tan alocadas atraviesan esa cabezota tuya! Estoy seguro de que aún tienes más propuestas fantasiosas como ésa… ¿¿Acaso vas a decirme ahora que sería más práctico sustituir esta gigantesca bañera que tarda cuatro horas en llenarse de agua, por un espacio más pequeño en el que el agua caiga desde arriba y uno pueda asearse estando de pie??