Celebrar la miseria
A dios pongo por testigo que nunca conseguiré entender por qué la gente más estúpida disfruta tanto exhibiendo su imbecilidad en TV.
Desde que vivo en un piso con tele y me salpica la programación británica en [de]prime time, estoy descubriendo un infragénero de serie Z que, hasta donde yo sé, aún no ha llegado a España (ojo, que en pocos meses lo tendréis en la Europa continental): el «reality show temático pseudoformativo». Todos estos escaparates de la miseria humana tienen en común la figura de un «experto» que en cada programa llega a un hogar distinto para ayudar a la familia a solucionar un problema relacionado con su especialidad. En todos los casos, resulta que la solución más eficiente y justa es asesinar un poco o bastante a todos y cada uno de los miembros de la familia. Sin embargo, el experto indefectiblemente se entrega con pasión a hurgar en los detalles del problema hasta sacar pelotillas, en una celebración gloriosa de la bajeza, la indecencia y la estulticia del hombre (y de la mujer, que no se me enfaden las feministas).
Éste es el bestiario provisional que he elaborado, en orden creciente de toxicidad:
La Supernanny, una Rottenmeyer metiendo en cintura a mocosos malcriados. La verdad es que la chica, de lidiar con enanos sabe un rato. Pero viendo a los padres, uno se pregunta por qué el niñato en cuestión no se ha suicidado antes. ¿Cómo se puede chillar sistemáticamente a pulmón sacado a diez pulgadas de un niño? ¿Eso no es maltrato psicológico?
The teen tamer (algo así como «la domadora de adolescentes»). Pues eso. Otra vez hay que quitarse el sombrero con el buen hacer de la experta («never tell anyone to calm down ─ it will only get things worse»). El fallo del programa es que no hay otro experto al lado para asesorar sobre la herramienta apropiada a utilizar con el adolescente. Por ejemplo: «en este caso, vamos a volarle la cabeza a la pava de tu niña con un bazooka. Y nuestro experto nos recomienda arrancarle antes las uñas con unos alicates». Para que os hagáis una idea, el día que yo vi el programa, el paciente era este angelito. Una chavala encantadora. Pero tenía tres problemillas que sus padres querían resolver: primero, no iba nunca al colegio; segundo, entre todos los tacos e insultos a veces se le escapaba una palabra decente; y tercero, se había follado a todo su barrio, varias veces, y siempre sin usar gorrito. Cosas de niños. La madre decía que nunca negaba nada a su hija, porque la quería mucho o_O La adolescente ésta tenía todo lo que a mí me vuelve loco en una mujer, los atributos más femeninos y encantadores: fea, fumadora, vaga, mentirosa, caprichosa, gorda, hortera, malhablada, imbécil y grosera. Una joya.
El tercer engendro de mi lista es un programa en el que los ingleses abren sus pocilgas, digo sus casas, y muestran sin el menor rubor la costra marrón de alimentos resecos que acumulan sus alfombras, cómo los yogures del año pasado se han hecho fuertes dentro del frigorífico, y los simpáticos artrópodos que les recorren la bañera. Entonces llegan las expertas en quitar mierda, que son dos mujeres (¿dónde están las feministas esta vez?), que estudian la situación, elaboran una estrategia, deciden qué es lo más adecuado… y, bueno, básicamente… limpian la casa. Inteligente solución, ¿verdad?
Y llegamos al primer puesto de la lista, medalla de hojalata, que es para You are what you eat. Para resumir, ahí va la simbiosis: en este país la gente come muy mal. Hay muchos gordos, la gente siempre está picando porquerías en vez de almorzar como dios manda, los niños se atiborran de grasas y azúcares. El día que vi este programa, la «experta» llegó a una casa en la que bastaba con ver una foto de los padres para adivinar que los hijos no iban a morir de desnutrición, precisamente. De nuevo, son necesarios un par de doctorados para dar con la solución al problema: comer menos y mejor, y mover el culo. La experta se dedica a humillar a la madre por dar de comer tan mal a la familia, hasta hacerla llorar. Y les pone a todos un chándal y los pone a dar saltitos. Pero ahora viene lo peor: el padre, un tipo de mirada bovina que parece feliz con la papeleta que le ha tocado, se mete en el baño con una fiambrera. (¿Podré contarlo? No… que dios me asista… ahora me falla el pulso…) Después de un buen rato, sale y le entrega el maloliente fruto de su esfuerzo a la experta, quien conduce a toda la familia a la cocina, llevando consigo la «muestra» destapada. (Llegados a este punto, mi compañero de piso y yo nos miramos alarmados, intentando convencernos de que no estábamos viendo lo que estábamos viendo). Pues sí. Reunidos todos alrededor de la mesa de la cocina, venerando el pino plantado por el padre, la experta explicó con todo detalle que aquel olor fétido era señal de pésima alimentación. Aprendí también que uno debe poder oir con claridad el impacto del inquilino desalojado contra el agua, porque eso garantizará que tiene la consistencia adecuada. Golan y yo no podíamos creerlo. Con los ojos como platos, reprimimos las arcadas, balbuceamos algo para disimular la vergüena ajena y practicamos un placaje perfecto sobre el mando a distancia. Si antes teníamos alguna duda, en ese momento ya estaba claro que lo que estaban echando por la tele era realmente… una mierda. Aunque creo recordar que lo que había en las otras cadenas no era mucho mejor.
El propósito último y fundamental de esta entrada en mi bitácora es que me ayudéis a entender cómo puede alguien exhibir sus trapos sucios delante de todo el país, en lugar de disimularlos. Si fueses el padre de esa familia, ¿¿con qué cara irías a trabajar al día siguiente?? Después de eso, soportar las bromitas de los vecinos durante toda tu vida debe ser una mierda (¡ay, perdón!)
Yo debo ser muy raro, porque no lo entiendo.
Y parece que esto es solo el principio.