Yo también soy un rico gilipollas
Maldita relatividad de las cosas. Anoche, justo después de publicar la entrada anterior, tuve una revelación: es muy probable que yo, y mucha gente con mi mismo nivel de vida, seamos «ricos gilipollas» para otras personas. Ahora mismo. Y con ese pensamiento incómodo me fui a la cama. Pero me dormí enseguida. Veamos. Yo me escandalizo y desprecio a un subconjunto de personas con un nivel de vida que está, digamos, dos órdenes de magnitud por encima del mío. La mayoría de mis amigos y conocidos, y yo, típicamente ganamos unas pocas decenas de miles de €/£ al año. Supongamos que los personajes que salen en «¿Los ricos también lloran?» ganan cien veces más. Es decir, unos pocos millones de €/£ al año. Ya sé que dos órdenes de magnitud no es tanto, y que a juzgar por su nivel de vida, algunos de los que salen en el reportaje ganarán mil o diez mil veces más que tú y que yo. Pero de momento eso no invalida mi razonamiento, así que quedémonos con un grupo de ricos «menos ricos» (concretamente de «ricos menos ricos pero aún así despreciables») y sigamos. Quede claro que no critico a ese tipo de ricos por tener ese dinero; los critico por lo que hacen con ese dinero, por enseñar lo que hacen con ese dinero de la forma en que lo hacen, por olvidarse completamente de que viven en una falda de la campana de Gauss y de que existe el resto de la curva, por desentenderse de la realidad y por presentar una imagen tan frívola y superficial. Hay ricos encomiables a los que no meto en esta categoría. No critico, por ejemplo, al hombre más rico del mundo, porque también es un filántropo formidable y porque (según sus apariciones públicas, sus declaraciones y lo que se puede leer sobre él) parece ser una persona muy consciente —y «humilde», dentro de lo que cabe— acerca de su papel en el mundo. El hombre más rico del mundo parece más campechano y más generoso que todos los ricos de pacotilla que aparecen en el reportaje de TVE (y sí; ya sé que es muy arriesgado juzgar el carácter y las intenciones de personajes tan distantes). Pero a la mayoría de los que salen en este reportaje sí los critico. Dos órdenes de magnitud. Si haces cuentas verás que para un porcentaje muy alto de la población del mundo, tú y yo somos tan ricos como estos ricos del reportaje lo son para nosotros. Cualquier persona que gane unos pocos cientos de €/£ al año es tan pobre para ti como tú lo eres para los ricos del reportaje. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, en su último informe sobre índices de desarrollo humano usa, entre otras, las líneas de pobreza de 1,25 $ al día y de 2 $ al día. Para ser dos órdenes de magnitud más rico que alguien que viva con ese dinero sólo tienes que ganar 33K € (28K £) al año y 52K € (44K £) al año, respectivamente. La pregunta es: ¿somos igual de gilipollas que los del reportaje? ¿O nosotros somos «ricos» generosos, discretos y con conciencia? Piénsalo. Tú y yo nos llevamos las manos a la cabeza porque estos ricos no hacen nada por sí mismos y están malcriados, acostumbrados a comodidades que nos parecen caprichos y derroches. Pero tú y yo la armaríamos gorda si de pronto en nuestra oficina nos quitasen el aire acondicionado. ¿O no? ¿Qué crees que pensaría de eso un congoleño, que es, con una probabilidad del 54%, cien veces más pobre que tú y que yo, y vive en un clima más hostil? Tú y yo nos burlamos de las respuestas que dan estos ricos cuando les preguntan a qué se dedican. Estos no saben lo que es trabajar, nos decimos. Ahora intentemos explicarle a esos casi tres millones de bolivianos que son cien veces más pobres que nosotros en qué consiste nuestro trabajo: de lunes a viernes y de nueve a seis, durante menos de once meses al año, nos sentamos en una oficina con todas las comodidades. Hablamos con otros y escribimos en un teclado. Para hacer las jornadas menos pesadas nos levantamos a charlar con otras personas o a tomar café. Si estamos resfriados, ese día no vamos a la oficina. ¿Cómo? No vamos a la oficina. Y ya está. Estos ricos abren latas de caviar de a tres mil euros la lata y se las comen solos en un minuto (y sin empujar con pan, que diría mi abuelo). Derroche, vergüenza, ostentación, inconsciencia. Ahora paseemos a uno de esos doscientos sesenta millones de chinos que son cien veces (cien veces) más pobres que tú y que yo por los interminables pasillos del supermercado mientras hacemos la compra semanal. Luego, al llegar a casa, le enseñamos también el cubo de la basura. Y tú, ¿qué estás haciendo para no ser un rico gilipollas? ¿O te vas a comprar un iPod nuevo porque el viejo tiene la pantalla un poco rayada, es que ahora los nuevos reproducen vídeo y son mucho más pequeños, tío… Siento que esta reflexión me salga en un tono tan agresivo, queridísimo lector. Acabo de gastarme en un viaje de placer de dos semanas el equivalente a tres años completos de salario de un habitante de Malawi. ¿Es mi razonamiento correcto? ¿En qué me estoy equivocando? Si esto es cierto, para afrontar la situación podemos elegir entre dos posturas extremas. La primera postura es dar por hecho que el entorno en el que uno se ha criado es «el normal», y que si quieres ser feliz no te queda más remedio que apartar la vista, olvidarte de que el cosmos es injusto y pedir otra ronda antes de que se haga demasiado tarde para entrar a la sesión golfa. El otro extremo es asumir profundamente la vieja sospecha que albergabas: que los códigos postales y las aduanas son una barrera artificial que no puede separarte de los explotados; que no te has ganado lo que tienes sino que te tocó en suerte; que existe dolor infinito; que tú también eres culpable del status quo y que, por ende, nunca serás feliz. Luego hay posturas intermedias, supongo. Pero esas parecen un mal compromiso, porque implican que las cosas solo cambiarán un poquito, y que además no puedes ser feliz. Yo creo que prefiero intentar ser feliz. Pero no sé.