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About personal challenges

· 3 min read

(The third and last installment of my controversial “Cuento agridulce de navidad” is sketched and coming soon. In the meantime, I need to share a thought now, before it vanishes from my Gruyère-shaped memory.) Yesterday officially marked the beginning of the spring term at University of London and all its colleges — among which mine, Birkbeck. Today I got a brand new teaching pack for the core course. During the next eleven weeks I'm supposed to read (and grok!) all this (and ideally should read much more)… in addition to roughly the same amount of reading for one of the optional modules.

…all the while attending classes, preparing a couple of short presentations, writing another two 3K- or 5K-word essays (and I haven't finished all my essays for the first term yet), starting to dive into specific readings for my final dissertation (due in September) and, when possible (hopefully!) attending some of the wonderful seminars and conferences that our department, the School of Languages, Linguistics and Culture has in the oven for this term. I forgot to mention that I also work full-time. Oh, and I'm addicted to the Internet. “Suicidal” is a word that comes to my mind often in these days. And here the thought. Because I risk sounding pretentious (once again), let me first say that with the grandiloquent term “personal challenges” I encompass all the human, worldly, modest enterprises that we pose ourselves throughout life. Unless you can find your own name in the pages of the encyclopaedias, your personal challenges most likely will fall within that vast array of propositions, projects and justifications that we use to invest our existence with some purpose. Your personal challenges are devoid of meaning but for yourself, often hardly noticed by anyone else, completely unknown to the cosmos. And yet, didn't you challenge yourself hardly enough, your life would not be a life but mere resistance. Every time I take up a new personal challenge (a difficult one, not one of the sort “this year I'll eat more vegetables”) I kind of say to myself that, once that's achieved, I'll relax, get a life, switch back from objects to people and become more “normal” (whatever that be). But that never happens; rather the opposite seems true. I feel like I've taken up quite a few personal challenges during the last three years. Some of them proved to be very difficult. At least they were to me. I have succeeded more than failed (or so I think). Annoyingly enough, I keep on cooking new personal challenges which, in my own little world, might well be the toughest to date. Will those be the most rewarding, too? Increasingly, I have the feeling that I'm spreading myself too thin. Does that happen to you? Where is the equilibrium? How do you decide whether a particular enterprise will make you happier or just waste your time? Does the mere fact that I'm reflecting on it and writing this into the wee small hours indicate that I'm damned beyond hope? Good morning.

Cuento agridulce de navidad (II)

· 6 min read

(Leer la primera parte) Los primeros puntos fueron fáciles de conseguir: según salía del edificio me planté delante de una de las recepcionistas, le puse las bandejas debajo de la nariz y enseguida se adjudicó dos sandwiches sin muchos miramientos. 2×100 puntos, ¡chin! ¡chin! Con los vigilantes de seguridad no hubo tanta suerte. Supongo que un vigilante de seguridad masticando un triángulo de pan impone menos. En la calle daba por hecho que nadie iba a coger comida que a saber de dónde ha salido, por más que sonriese yo. De noche, que no se ve nada, qué porquería puede ser eso. Encima, lo de sonreír se me da regular, es de justicia admitirlo. Hago una prueba. Me echo a andar y paso junto a tres trabajadores en monos azules. A free sandwich, anyone? Please take one, it's free. Al menos me miran y me responden, pero no cogen nada. Resuelto como un misil balístico —ahora sí— cruzo la calle y llego a Southampton Street, justo bajo Covent Garden. Voy a por el mendigo en el que he depositado casi todas mis esperanzas. Espero que lleve ochenta o noventa días sin comer. Por lo menos. Si hay un sitio en Londres donde sé que vive un mendigo, es ahí. Siempre está ahí, sentado al abrigo del recoveco que forma un pilar de piedra, pegado al escaparate de una tienda pija de artículos caros de montaña. The North Face y todo eso. (Hostia, me acabo de dar cuenta mientras escribo esto de que el pobre vive cobijado contra un escaparate rutilante, y que al otro lado lo que hay expuesto es precisamente… un surtido glorioso y multicolor de anoraks y forros polares, cosas deliciosas de piel y de pelo y de borrego. Mierda.) Camino derecho hacia él, esquivando corrientes de peatones. A distancia, y antes de que haga yo algún gesto que delate mi intención, veo que me saluda cabeceando con las manos juntas, como si rezase. Farfulla algo que parecen agradecimientos. Caramba, no parece que sea yo el único, ni mucho menos, al que se le ha ocurrido regalar comida a un limosnero. Casi parece que el hombre estuviese acostumbrado a esto, que me estuviese esperando impaciente. Como si fuese a decir: ya era hora, ¿no? Yo ceno antes de las siete. Que no se vuelva a repetir. Y esta fue la segunda vergüenza de la noche: ¿acaso no he inventado yo la generosidad y el altruismo? ¿Qué me dices, que a alguien antes que a mí se le ocurrió dar comida a un sintecho? ¿Que no soy el mejor transeúnte que ha pasado por delante de este vagabundo? ¿Hago esto solo por vanidad? El mendigo me da las gracias varias veces. Insisto en que se quede con varios sandwiches, pero solo consigo que coja uno. Uno de salmón, claro. Me da las gracias otra vez. También me dice feliz navidad. Aceptamos barco. Muy probablemente este es el mismo mendigo al que vi cagando en la calle una vez. Perdón; pero si lo cuento todo, lo cuento todo. Fue a plena luz del día. Su casa, Southampton Street, es una calle muy transitada, semi-peatonal, en el corazón de Londres. Se bajó los pantalones y se puso en cuclillas en el borde de la acera, con ese culo blanquísimo casi tocando el asfalto. Aparté la vista y supuse el resto. A veces hay dos o tres vagabundos en esa manzana, pero hoy no hay más. Mientras intento recordar dónde he visto a más gente viviendo en la calle, oigo a alguien a mis espaldas: can I take a sandwich? Me vuelvo rápidamente, con las bandejas por delante. Una familia. La niña ha sido impertinente. O eso dice su madre. Solo que no ha sido impertinente; ha sido sincera y directa. Please, take as many as you want. I don't know what to do with them; my company bought too many. They are clean, there's nothing wrong with them! Consigo que cojan otro. Me dicen que han visto a varios mendigos sentados en la calle, más allá. Más allá es Covent Garden. ¿En Covent Garden? No lo creo. Pero camino los cincuenta metros y me paseo por la plaza y por el Apple Market (aquí llamo menos la atención porque casi podría pasar por un camarero de una de las terrazas). Gente sentada en la calle sí que hay, pero ninguno computa como mendigo, ni mucho menos. La señora no sabe distinguir entre vagabundos pidiendo dinero y parejas de estudiantes pelando la pava sentados en el bordillo de la acera. ¿Dónde están los vagabundos cuando se les necesita?, me digo. Bajando otra vez hacia Strand tropiezo con un vendedor del Big Issue (La Farola inglesa). Antes siquiera de que me de tiempo a escanearlo para determinar si se va a ofender si le ofrezco comida, a él ya le pita su radar y me está haciendo ademanes de agradecimiento. Marchando dos de queso. Y otra vez me desean una feliz navidad. Envalentonado por el éxito repentino, me pongo a cantar la mercancía (bajito) a la gente que pasa cerca de mí (free sandwiches!). Una pareja de incautos, mapa en mano, me pregunta por una estación de metro. Los mando en la dirección correcta e intento que se lleven unos piscolabis para el camino, sin éxito. Oh, we just ate. It's a pity. Otherwise… Fue la razón (o la excusa) que más oí de la gente: que ya habían cenado. Por Strand, en dirección a Trafalgar Square, mejora la cosa. Se me quitan un poco los reparos y voy ofreciendo. Cuatro amigos cogen varios bocatas. Busco a tres mendigos que veo a menudo. Nada más llegar junto a ellos, sin haberles ofrecido siquiera, me cogen las dos bandejas sin decir ni pío, sonriendo de medio lado. Su gesto no parece de desesperación ni de agradecimiento, sino de pura avaricia, de maldad. O eso me parece. Así que les doy una bandeja (aún con un montón de comida) y sigo caminando con la otra. (Continuará)

Cuento agridulce de navidad (I)

· 5 min read

〜 De bandejas de comida y vergüenzas personales 〜

Las seis y media de la tarde (aquí en Londres las llaman de la noche). Estoy aún en la oficina, casi solo ya. Es el último día antes de mis vacaciones de navidad y me he quedado trabajando un poco más de lo habitual, intentando dejar cosas medio terminadas antes de irme a Granada. Arrastro emilios de una carpeta a otra, tacho varias líneas en mis post-its, cierro documentos. Mientras espero a que mi computador se apague voy a la cocina a beber agua, con parada técnica en el baño, para completar mi ciclo personal del agua. Como hago siempre. En la cocina quedan todavía cuatro bandejas ovaladas grandes de plástico llenas hasta arriba de sandwiches de distintas variedades, perfectamente etiquetados (Vegetarian, Ham & Cheese, Salmon & Cucumber…), acolchados entre hojitas de lechuga. También hay un paquete de galletas de jengibre que está a medias y un par de platos con aperitivos. A esta empresa no le faltan excusas para comprar el almuerzo de la gente, poner fruta en las cocinas, servir copas de zumos y aperitivos en reuniones informales a media tarde, repartir helados por la oficina de vez en cuando. Días especiales y aniversarios de la empresa, cualquier motivo es bueno. Hoy hubo fiesta de navidad para los enanos. Algunos compañeros vinieron esta mañana con los hijos puestos. Algunos con cónyuge también. Se lo pasaron todos pipa pintándose la cara, cantando en una sala de reuniones y trotando por los pasillos. Bastante surrealista. Niños ingleses tan rubitos, ceceando entre los dientes caídos y escondiéndose debajo de las mesas. Son muy graciosos. Y qué bien hablan inglés, los cabrones. Hoy los que se encargan de estas cosas calcularon mal y sobró bastante comida. No es la primera vez que pasa. No hay nadie en la cocina, excepto uno de los limpiadores. Está recogiendo platos y metiéndolos en el lavavajillas, reponiendo los frigoríficos, limpiando las encimeras. Como hace siempre. Los limpiadores aparecen a las cinco o las seis —cuando la gente se está marchando— y hacen su batida por toda la oficina. Los he visto en acción cuando he tenido que quedarme hasta tarde algún día. Este limpiador y yo siempre nos saludamos, aunque ninguno sabe cómo se llama el otro. Lo hacemos desde que un día me dio por decirle hola (no veía a nadie más que lo saludase). Es negro. Todos los limpiadores de mi oficina son negros. Todos. No sé cuántos hay, pero he visto al menos a cuatro. No son negros-obama. Son negros como el tizón. En cambio, cuando llegué a esta empresa me sorprendió que apenas hay trabajadores negros (entre los trabajadores que se sientan delante de un monitor, quiero decir). Aunque hay un buen gradiente de color en mi oficina. La principal minoría étnica somos los blancos. Estoy exagerando, claro; pero hay muchísimos hindúes. Muy poquitos negros. Salvo los que limpian. Este limpiador me mira, pensando que he ido a por los sángüiches, y me dice, señalando las bandejas: do you want to take any? I'm going to throw them away. Le respondo tontamente, con mi vaso de agua en la mano: oh... Are you throwing them away? Really? Le digo que es una pena, que no podemos tirarlo, que odio tirar comida a la basura. Me dice que sí a todo, y parece sincero. Él ya ha comido algo, y no sabe qué hacer con el resto. Me lamento un poco más y me vuelvo hacia mi mesa. A medio camino cambio de idea y vuelvo a la cocina. Nos lamentamos un poco más los dos. Alguien tiene que comerse esto, pienso. No podemos tirarlo a la basura. En esto descubro mi primera vergüenza de la noche: me da vergüenza salir de la oficina con dos bandejas de sandwiches en las manos. Me da vergüenza que alguien piense que me llevo comida a casa para los próximos días, que soy un rácano. Me da vergüenza caminar por la calle con las bandejas en la mano. ¿Puede eso más que mi espíritu hiperracionalista? (¿Un montón de comida en buen estado que se va a desperdiciar? ¿Es una pregunta con trampa? Me llevo lo que vaya a comer y doy el resto a quien lo pueda necesitar. Evidentemente. Todo ganancias, ninguna pérdida. Obviamente. No hay argumentos en contra. Siguiente problema, este era fácil.) Aparece Gaurav, un colega. Le digo que me voy a llevar dos bandejas para repartir la comida por la calle. Mi compañero no solo no se sorprende de mi idea (¡gracias, Gaurav!) sino que me recomienda un mendigo que vive muy cerca de la oficina. Sé exactamente a qué mendigo se refiere. Pero voy a necesitar más que un mendigo. Y los mendigos postmodernos igual se ofenden si les ofreces comida. O te acuchillan. Los transeúntes seguro que te ignoran. Además, si no encuentro quién se lo coma, voy a tener que tirarlo yo mismo. Y eso va a ser aún más doloroso que no mirar mientras lo tira el limpiador. Quién dijo miedo. (Continuará)

Jero

· 3 min read

Watch the music video before reading the rest of this post.

How was that? Did you feel that something didn't quite fit in the picture? That is the music video for 海雪 (umiyuki, “Ocean Snow”) the first single by Jero (ジェロ), released last February in Japan. Jero is a young black American from Pittsburgh… who sings enka. Enka is a form of Japanese popular music which was at its height in Japan during the postwar period. Its main themes are loss, loneliness, unfulfilled love, even suicide. Female singers of enka have been especially popular. I can't help noticing some striking resemblances to Spanish copla; not only in the themes, but also in the staging, the perceived attitudes of the performers, their use of vibrato and the way both genres have gradually become regarded by their respective younger generations as “uncool” and affected. For samples of enka, watch 修羅の花 (shura no hana, “Flower of Carnage”), the beautiful theme song for 修羅雪姫 (shurayukihime, “Lady Snowblood”) sung by Meiko Kaji and later reused by Tarantino in “Kill Bill”; or listen to 川の流れのように (kawa no nagare no yôni, “Like the Currents of the River”) by Hibari Misora, which at some point was proclaimed “the greatest Japanese song of all time” (?). As Jerome C. White himself explains in an interview with CNN International, his maternal grandmother was a native of Yokohama who married an African American. Jerome was born and grew up in Pennsylvania, close to his Japanese grandmother, listening and singing enka even before he could understand the lyrics. Apparently, his debut has been a great success in Japan, where black urban cultures from the United States have been trendy for some years now (as one can gather by the surprisingly large number of shops selling hip-hop-related products in cities like Tokyo and Kyoto). This form of strong cultural hybridisation is still rather unusual in Japan. Although we can find similar cases in other countries, where an “outsider” is “allowed” to succeed in an area that is traditionally perceived as idiosyncratic to that culture, Japan is (still) among the world's most ethnically homogeneous countries. Of course, Jero is not the first performer of enka born outside Japan, but I don't think that there has been any other gaijin before him who brought such distinctive traits of race, nationality, culture and language with him to the genre, all the while being supported by the industry and the media. That said, I must confess that I can't see the influence of rap in his music. Would you have been able to tell, had you listened to umiyuki with your eyes closed?

The nature of Japanese cultural exports

· 2 min read

“In the rise of a new desire for Japan led worldwide by contemporary forms of popular culture, original creations made in Japan are sold to foreign TV networks and media conglomerates (sometimes largely participated or even owned by Japanese companies). Those cultural exports are in effect multimedia content in ‘new’ fields such as animation, videogames and pop music. Cultural content (‘software’) contrasts with the more traditional assets that Japan has been exporting, such as food, bonsai*, martial arts, poetry or, more recently, technology (‘hardware’).*

It is pertinent to ask about the special characteristics of those Japanese cultural products that make them desirable and popular far beyond the Japanese borders, and to reflect on ‘how Japanese’ they are, and in what ways.”

Two days ago I finished this short paper (“Considerations about the nature of Japanese cultural exports”, in PDF) for the university. It is part of the application process for the MA that I want to do this year. Yesterday my future professors confirmed to me, unofficially, that I am accepted. 万歳! (which translated into Spanish means, roughly, “la que me espera… me voy a cagar la pata abajo”).

Know where (not) to touch

· 3 min read

Via Kirai I stumbled on the results of this survey that collects information about erogenous zones. Apparently, thousands of men and women were asked to rank different spots in their bodies and the bodies of a partner — in terms of how much they they like to be touched, and how much they desire to touch the other, respectively. The study is interesting, but I found it somewhat annoying that it is difficult to draw what seems to me like an important conclusion: a comparison between where we think that the other likes to be touched and where he or she actually likes to be touched the most. The body maps provided show coloured zones, but it is difficult to compare women's guess to men's desires, for instance, because the variations in hue are quite subtle. Even if the images are displayed side-by-side, bare-eyed it is hard to notice any change at all in most regions of the body. I am always up for a bit of a Gimp-challenge. So I decided to try and edit the original images to obtain a better representation. This is my take on the results of the survey:

The hot colours (no pun intended) dye areas where we are not touched as much as we would like, so to speak. That is yellow, orange, pink, violet and red. In less academic terms, you could read cool colours, i.e. all shades of blue, as “will you put your hand off now”. I find it much easier here to identify those areas at a glance. Now there are some interesting results in here. Boys, did you notice those three orange/red spots in the female body? That's good news or what. Also, it seems that she doesn't like to be touched in her head and face that much, except that apparently you are not kissing her enough. Oh, and for some reason her right arm expects more attention than her left arm (?). About men, feet and knees look a bit frustrated, in contrast with the arms, which are asking for some independence and need more space, you know, to live their lives or whatever. Penises demand more attention (yes, even more). But not the scrotum. The scrotum is fine, thank you. The diagram below summarises the process that I followed using Gimp. The female images are used here, but the same applies to the other case. The single most important step, on the left side of the image, involves inverting the colours of the image that represents where women are touched, and then adding it to the picture that represents where women want to be touched. Effectively, we are substracting one from the other. The branch at the bottom simply emphasizes colours to make them more apparent. The steps on the top-center of the image produce black-on-white edges that are used as a frame so that regions of the body become more recognisable.

Carta abierta a EDF Energy

· 3 min read

Estimados bastardos de EDF Energy Si tan preocupados estáis por la eficiencia energética de mi hogar y por mejorar el aislamiento de mi piso, por que contrate un seguro contra las posibles fugas de agua en las cañerías, por las sequías en Mozambique, por la supervivencia de la biomasa brasileña, por mis emisiones de CO2, por colocarme una pulserita verde gilipollesca que atestigüe mi compromiso con el «2010 Carbon Challenge», por venderme un depósito de agua para el jardín… si os decís «passionate» por todo eso, ¿os puedo pedir que no imprimáis para mí ni uno más de esos desplegables preciosos a todo color en papel satinado superglossy de 120 gr/m2 blanqueado con cloro, hijos de puta? Que si fuese solo eso, pues vale. Pero es que toda esa publicidad ridícula (que descarto sin leerla en cuanto detecto que es publicidad, y no facturas) nos la enviáis siempre por duplicado, mamones. Una vez con la factura del gas, y otra vez con la factura de la electricidad. Cuando no todo por separado. Que digo yo que si es verdad que «every little counts» os podíais aplicar el cuento. No os costará tanto encontrar todos los domicilios que tienen contratado más de un servicio con vosotros (que serán muchos) y contarlos solo una vez cuando os toque hacer el mailing. Una mijita de SQL, hombre; que no es más que un SELECT medio guarro. Yo os lo escribo. Y ya de paso las facturas del gas y de la electricidad me las envían ustedes juntitas también, muchas gracias. Lo que os ahorréis en papel, tinta, mano de obra, infraestructura y gastos de correo me lo descontáis de la factura del mes siguiente. Os dejo que os apuntéis el tanto medioambiental; como si la idea hubiese sido vuestra. ¿No habéis oído hablar de la compañía aérea aquella que se ahorró un pastizal a base de escatimar una aceituna en cada comida? Bueno, eso será una leyenda urbana. Pero, ¿vosotros sabéis lo que me duele a mí echar a reciclar todos esos folletos y sobres inútiles? Atentamente el tripu PD: ¿quién coño querría registrarse en una de esas campañas para entrar en el «Stadium of Heroes» [sic] de vuestro oportunismo pseudoconservacionista?

Oh, how wonderful! Right before submitting this rant, when I was double-checking the facts, Google spat out the picture at the bottom, CC Anthony Grimley — click on the picture to see the notes.

Reading and running

· 2 min read

As naïve and twee and theatrical as they may sound, and yet these words by Will Smith really strike a chord on me. I can relate to this exaltation of knowledge and self-discipline; mentally and physically. Lore in its purest form — books. Control through one sport, the sport.

“The keys to life for me are reading and running. The idea that there are millions and billions of people who have lived before us, and they had problems and they solved them and they wrote it in a book somewhere. […] There is no issue we can have that somebody didn’t already write a thousand years ago in a book. […] You know it’s in a book somewhere but you’ve got to find the right one that is going to give you the proper information.” “When you get on the treadmill you deprive yourself of oxygen. What kind of person you are will come out very, very quickly. You’re either the type of person who will say you’re going to run three miles or you stop the treadmill at 2.94 and you hit it and you call 2.94 3 miles, or you get off after a mile, or you’re the type of person that runs hard through the finish line and when you get to 3.0 you realize, ‘God, I could really do 5,’ and you go ahead and do two more. And that little person talks to you and says, 'Man, do you feel our knee? We should stop. I feel we should stop ourselves right now. This is not healthy anymore.’ When you learn to get command over that person on that treadmill, you learn to get command over that person in your life.”