«Eso es así»
¡Madre mía, qué talento!
¡Madre mía, qué talento!
¡Penitenziagite! La inteligencia artificial existe, y está entre nosotros. Son los entrañables enanitos del espam: un ser humano no podría no pasar el Test de Turing a propósito con tanta naturalidad, ni redactar de una forma tan deliciosamente inverosímil, creativa, salvaje y disruptiva. ¡Ningún humano podría escribir así! Así que tienen que ser IAs. O eso, o hay un equipo de taquígrafos disléxicos conservados en absenta que se dedica a traducir con Babel Fish (español–inglés, inglés–islandés, islandés–español) sus propias reinterpretaciones de los cadáveres exquisitos que escribieron a pachas Fernando Arrabal, Fabio McNamara, Andy Chango y Las Supremas de Móstoles. Pero yo creo que son IAs. Lo que pasa es que no quieren destacarse porque saben que sabemos que existen. Me escriben (por separado) dos IAs femeninas con los nombres improbables de costumbre: Lena Sheridon y Eufemia Stramiello (sic) para enviarme mensajes idénticos (con encabezados «potencia debil - nosotros tenemos la resolucion» y «cada uno vive solo una vez - prueba!» respectivamente). Comparto aquí su amable propuesta comercial por si a alguien le interesa (solamente las negritas son mías).
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José A. Pérez es un guionista de la tele. Su bitácora, Mi Mesa Cojea, es mi penúltimo RSS favorito. Me encanta su receta de humor negrísimo, incorrección política, autorreferencias ambiguas, valentía política y nihilismo costumbrista. O algo así. Normalmente le quito bastantes puntos de forma subconsciente a cualquiera que me parezca que escribe a quemarropa y por sistema contra todo y contra todos, solo para imbuirse de disidencia e integridad. Por ejemplo, Pérez-Reverte me gusta; pero me gustaría más si sonase menos arrogante, o si al menos fuese arrogante sólo en semanas impares. Sin embargo, por algún motivo a Mi Mesa Cojea normalmente le perdono sus salvajadas. Desde luego, no es un feed para mojigatos, ni para nacionalistas, ni para fánaticos (sea cual sea el fanclub que escojan), ni para físicos teóricos. Su impagable (y ahora famosa) entrevista a Madeleine McCann nos dejó con la boca abierta a muchos, sin sospechar siquiera que los infraperiódicos británicos iban a sacar tajada de ella unos cuantos días después. No puedo no decir que desde que escribe para Público parece haber perdido algo de encanto (observación que, en el código de sus comentaristas, se remataría obligatoriamente con la fórmula «has perdido un lector»). A veces, José A. propone un tema a otros colegas guionistas y recoge sus respuestas en la bitácora. Lo que sigue es parte de la segunda entrega de «programas de televisión imposibles» (en este caso por Tomás Fuentes, guionista de Buenafuente):
«El formato se llamaría Soy el más Gafapasta del Mundo*. Se trata de un* talent show a lo Operación Triunfo o Supermodelo*. Doce aspirantes a ser súper* cool se encierran en un restaurante japonés durante 3 meses. Sólo se alimentarán de sushi y gin tonics. Para conseguir ser el más gafapasta del mundo tendrán varios profesores que les instruirán en el bello arte de “la modernidad”. Así, Isabel Coixet les enseñará a hacer películas sobre gente que mira al infinito y escucha canciones de Rufus Wainwright, Lucía Etxebarría, por un error informático, les enseñará a hacer películas sobre gente que mira al infinito y escucha canciones de Rufus Wainwright, Miqui Puig impartirá seminarios sobre “vestir como un señor mayor de forma cool”, Najwa Nimri será la profesora de Hablar Bajito, Leonor Watling la de Hablar Bajito II, etc. El director de la academia será Ray Loriga. Cada semana se expulsará a un concursante, después de escuchar la frase: “Lo siento, Fulanito, eres mainstream*”. Una vez acabe el concurso, el ganador podrá aparecer en el siguiente videoclip de Björk.»*
— Señor presidente. — Fenosilla. Dime. — ¿Tiene un minuto? — Siempre para ti, Fenosilla. — Preguntan por Obama al teléfono. — ¿Quién es? — Ay, otra vez se me ha olvidado preguntar, presidente. — Pues mira el número en la pantalla, hombre. — Es que no tiene pantalla; es un teléfono de rosquilla. — Termino de tuitear una cosita y estoy contigo.
〜
— Buenas tardes, soy Obama. Barack, sí. Ah, hola. Sí. Ajá. No, hoy está mejor la cosa. Sí, anoche refrescó un poquito y soplaba algo de aire, pero por lo menos no dan lluvia en Washington. ¿Y allí? Me alegro. Sí. ¿El martes? Lo voy a mirar, pero me da a mí que ya estoy hasta arriba de cosas. Yo le llamo, sí. Adiós. Póngame a los pies de su señora. — ¿Quién era, presidente? — Jon Stewart, que me busca para que vaya a su programa. — Claro, le habrá visto con Jay Leno y le ha dado envidia. — ¿Qué tal estuve, Fenosilla? ¿No soy el presidente más carismático, humano y dospuntocérico del Mundo Libre? — Rutilante, señor. El chiste de American Idol y Simon Cowes le salió bordado. — Bueno, bueno… En los ensayos me salía mucho mejor. — Precisamente tenía que decirle algo sobre… — Huy, quería preguntarte yo: el vídeo para los franceses, ¿qué te ha parecido? — El vídeo para los iraníes, quiere decir… — Bueno, sí; eso. ¿Me has visto hablando en iraniense? Se le ocurrió a Corvejosa, pensó que sería un detallazo. Al final del mensaje, me descuelgo con un «eid-eh shoma mobarak». Como por casualidad, oye. — Brillante, señor presidente. — Y el primer plano; ahí, enseñando labiacos… Todo tan humano. Yo creo que va a ser rompedor. Los iranianos se van a dar cuenta de que somos buena gente y van a dejar la bomba esa a medias, no la van a encender siquiera. — Sin duda, señor. Y ahora que YouTube traduce los subtítulos en tiempo real a un montón de idiomas, su mensaje va a llegar a más gente todavía. — Sí. Un mensaje firme de esperanza para todos y cada uno de los ciudadanos valientes de este país, ciudadanos que se preocupan por lo que importa: sanidad para todos, un sistema justo y una educación de calidad para sus hijos e hijas. Os puedo adelantar que el camino que tenemos por delante no será fácil; las soluciones que América necesita exigen del trabajo y el compromiso que… — Presidente. Señor. Que se embala. — Ay, es que es tan bonito que me emociono yo mismo… Oye, pero el YouTube es la leche. ¿Puedo nombrar a un gay vegano discapacitado de ascendencia esquimal como nuevo director general de YouTube? — No, señor. YouTube es una empresa privada; no nos pertenece. — Cachis, habría quedado muy humano. En fin, ¿qué me querías decir, Fenosilla? — Verá, es que algunos de sus asesores están preocupados, piensan que quizás estamos cometiendo algunos errores con su imagen pública. — ¿Qué quieres decir? Eso es imposible; estoy siendo cuidadoso, como me dijísteis: a Cynthia no pienso traerla al Despacho Oval (y mira que me cuesta aguantarme las ganas, porque las cortinas esas, no sé que tienen que me ponen burraco). Cuando Joe pasa la noche con los niños siempre los metemos y los sacamos de su casa por la puerta de atrás. Si voy a un banquete durante el Ramadán siempre hago como que mastico y tiro la comida debajo de la mesa con disimulo, ¡y la mezquita la tenemos escondidísima en el subsótano! — No es eso, presidente, sino algo mucho más importante. — ¿El qué? ¿El qué? Siempre llevo el pin con la bandera. Caldevila me dijo que eso era lo más importante de todo. — Sí, sí; eso es lo principal. Pero es que alguna gente se está preguntando si no se está usted olvidando de algo importante. En concreto, de lo que viene siendo el tema de lo que es gobernar, mayormente. — ¿Gobernar? Nadie me dijo nada de eso. ¡Yo tengo carisma y emociono a la peña! ¿No basta con eso? — Disculpe, presidente… (¿Corvejosa? ¿Caldevila? Tenemos un código rojo en el Ala Oeste.)
«Génesis»
palabra obligada: «zapatero»
Como el Señor Acechante se repliega en los bordes de la materia, observando, creando, estudiando. Los mundos que ha imaginado han vivido instantes, unos; y eones, los más. Su sola voluntad altera la realidad, porque la realidad es Él. Cuando uno está en el escalón inmediatamente superior a la divinidad, el aburrimiento es un anatema. Y la omnisciencia, la omnipresencia y la omnipotencia le rinden tributo. Ama a sus criaturas como un zapatero meticuloso. Y ellas le ignoran, por más que inventen entidades superiores hechas a su imagen y semejanza. Y sus criaturas cambian, se destruyen, evolucionan. Chascó tantas veces los dedos para borrar Universos enteros que ya no recuerda cuál de sus trabajos le satisfizo más.
«Vosotros ganáis, malditos capitalistas»
tema: «el padre»
palabra obligada: «espermatozoide»
«¿El departamento de discos? Tercera planta, caballero», embutida en un traje color de la casa. Cuando quieres subir sólo encuentras escaleras mecánicas que bajan. ¿Foo Fighters o Björk? No, hombre; se trata de que le guste a él, no a ti. ¿Serrat? ¿Mina? Creerá que le estoy llamando pureta. Mucho mejor un objetivo nuevo para la réflex. Otra vez para abajo, a empujones, como un espermatozoide abriéndose camino entre colegas. ¿Es que hoy todo el mundo tiene padre? 492,99 euros por un 20 mm. Un robo, oiga. Que no cunda el pánico. Un libro, solución universal. Quince minutos de codazos para volver a la tercera planta. «Fernando Morientes, venido de las estrellas», una enciclopedia botánica, el de Javier Sardá. Vale. Me rindo. Una corbata.
Dos microrrelatos que escribí hace años para sendos concursos (y en los que no gané nada, claro). Los copio aquí para no perderlos.
“Arguments based on the ideal of subjective autonomy played a key role in the early postwar episteme, contesting deterministic forms of both historical materialism and liberal behaviorism and highlighting the importance of intentional intervention. At the same time, in the early Japanese postwar context demands for subjective participation seemed to make sense only in conjunction with either a historical materialist or liberal humanist metanarrative of progress. Accordingly, when subjectivity was propounded, the effect was paradoxically to reinforce the primacy in discourse of objective, scientistic concepts of class, history, and modernity.”
Un párrafo de uno de los artículos de mi reading list para mi próxima presentación en clase, en dos semanas. Estudio la cultura japonesa, pero a veces me parece que lo que leo está en chino ^_^
(Leer las partes primera y segunda) Llegando a Charing Cross me viene la inspiración de pronto; recuerdo que varios homeless viven entre los pasillos de la estación de metro y la de ferrocarril. Bajo las escaleras y le doy varios sandwiches a un hombre que está tumbado sobre cartones. El pasillo es uno de esos grandes y amplios del metro, con el techo y las paredes alicatados. Al fondo veo a mi segundo objetivo, sentado contra el muro, con las piernas dentro de su saco de dormir verde. Me acerco a él y me mira, agitando el dedo índice delante de la cara. Cuando llego a su lado está diciendo: No fish! No fish! A pesar de eso no pone muchas objeciones y escarba con curiosidad entre los triángulos de pan en cuanto me agacho frente a él con la bandeja en una mano, como un camarero. Agotados los recursos que el metro puede ofrecer, emerjo a la superficie de nuevo, resuelto a liquidar las existencias. Enseguida encuentro a otro repartidor, esta vez del London Lite, que es un diario gratuito (y caro, en relación calidad/precio). Le echo morro e intento una suerte de simbiosis unilateral, plantándome junto a él y extendiendo mi bandeja en sincronía con su fajo de periódicos. ¿Qué más se puede pedir? Señora, llévese a casa esta noche de gratis una cena medioqué y las peores noticias de Londres. Al poco me siento un poco culpable, porque el ratio de conversión del repartidor está disminuyendo en proporción al cuadrado de la distancia que nos separa. Le sonrío para quitarle hierro al asunto e intento discutir con él detalles sobre la puesta en práctica, delimitar competencias, pulir las rebabas de nuestra oferta. El repartidor no me entiende. Y por una vez no es mi inglés, sino el suyo. No habla una palabra, el pobre. En ese momento formulé mi Ley de Marketing Sandwichero: se colocan muchos menos sandwiches trabajando en tándem con un repartidor del London Lite que operando por libre. Vaya usted a saber por qué. La verdad es que si tuviese que ganarme la vida haciendo esto, lo llevaría crudo, me digo. Claramente las personas serias e introvertidas no damos el tipo para repartir cosas por la calle. Mucho menos si esas cosas son gratis. No servimos ni para eso ni para otras muchas profesiones, como ya señaló un amigo mío. De todas formas, también es cierto que a estas alturas la bandeja ya no tiene el aspecto lustroso del principio: la comida está distribuida irregularmente por la superficie de plástico y hay algunos trozos de pan huérfanos o desparejados. Tengo que trabajar en la presentación del producto. Necesitaría un escaparatista. En vista del escaso éxito me vuelvo hacia el repartidor y le pregunto por gestos y en indio (indio americano, no indio de la India) si hay vagabundos cerca (Homeless? Homeless here?). Me señala la entrada de uno de los teatros del West End, a cincuenta metros de distancia. A saber qué demonios cree este tipo que le he preguntado. Por si acaso, me acerco un poco al teatro. Pero no veo a nadie con pinta de agradecer un sandwich de un desconocido. Todo a babor hacia Leicester Square. Fue una mala decisión. Eso sí: Merry Christmas, Merry Christmas. La intención es buena, pero me gustaría pararlos y decirles que me la suda que sea navidad. Mi tercera y última vergüenza por sorpresa: me da vergüenza que piensen que el espíritu navideño me impulsa a hacer esto. Me da vergüenza que piensen que soy manipulable (aunque lo sea irremisiblemente). Bajando de nuevo hacia Trafalgar Square, me vienen a la cabeza las palabras de un personaje al que admiro y me digo que les den por culo a los pobres. No veo mucho más que pueda hacer, es tarde y aún tengo que preparar mi equipaje para volar mañana. La mitad de la segunda bandeja acaba en una de esas papeleras cilíndricas abiertas al cielo, tan Westminsterianas. Atravieso la plaza en diagonal para meterme en el metro. En el centro de Trafalgar Square, un árbol de navidad gigantesco, cargado de lucecitas. Es la mitad de alto que la columna de Nelson. La base está vallada y hay parejas y familias alrededor; haciendo fotos, gritando, frotándose las manos enguantadas. Haciendo las cosas que se hacen en navidad.
(Leer la primera parte) Los primeros puntos fueron fáciles de conseguir: según salía del edificio me planté delante de una de las recepcionistas, le puse las bandejas debajo de la nariz y enseguida se adjudicó dos sandwiches sin muchos miramientos. 2×100 puntos, ¡chin! ¡chin! Con los vigilantes de seguridad no hubo tanta suerte. Supongo que un vigilante de seguridad masticando un triángulo de pan impone menos. En la calle daba por hecho que nadie iba a coger comida que a saber de dónde ha salido, por más que sonriese yo. De noche, que no se ve nada, qu é porquería puede ser eso. Encima, lo de sonreír se me da regular, es de justicia admitirlo. Hago una prueba. Me echo a andar y paso junto a tres trabajadores en monos azules. A free sandwich, anyone? Please take one, it's free. Al menos me miran y me responden, pero no cogen nada. Resuelto como un misil balístico —ahora sí— cruzo la calle y llego a Southampton Street, justo bajo Covent Garden. Voy a por el mendigo en el que he depositado casi todas mis esperanzas. Espero que lleve ochenta o noventa días sin comer. Por lo menos. Si hay un sitio en Londres donde sé que vive un mendigo, es ahí. Siempre está ahí, sentado al abrigo del recoveco que forma un pilar de piedra, pegado al escaparate de una tienda pija de artículos caros de montaña. The North Face y todo eso. (Hostia, me acabo de dar cuenta mientras escribo esto de que el pobre vive cobijado contra un escaparate rutilante, y que al otro lado lo que hay expuesto es precisamente… un surtido glorioso y multicolor de anoraks y forros polares, cosas deliciosas de piel y de pelo y de borrego. Mierda.) Camino derecho hacia él, esquivando corrientes de peatones. A distancia, y antes de que haga yo algún gesto que delate mi intención, veo que me saluda cabeceando con las manos juntas, como si rezase. Farfulla algo que parecen agradecimientos. Caramba, no parece que sea yo el único, ni mucho menos, al que se le ha ocurrido regalar comida a un limosnero. Casi parece que el hombre estuviese acostumbrado a esto, que me estuviese esperando impaciente. Como si fuese a decir: ya era hora, ¿no? Yo ceno antes de las siete. Que no se vuelva a repetir. Y esta fue la segunda vergüenza de la noche: ¿acaso no he inventado yo la generosidad y el altruismo? ¿Qué me dices, que a alguien antes que a mí se le ocurrió dar comida a un sintecho? ¿Que no soy el mejor transeúnte que ha pasado por delante de este vagabundo? ¿Hago esto solo por vanidad? El mendigo me da las gracias varias veces. Insisto en que se quede con varios sandwiches, pero solo consigo que coja uno. Uno de salmón, claro. Me da las gracias otra vez. También me dice feliz navidad. Aceptamos barco. Muy probablemente este es el mismo mendigo al que vi cagando en la calle una vez. Perdón; pero si lo cuento todo, lo cuento todo. Fue a plena luz del día. Su casa, Southampton Street, es una calle muy transitada, semi-peatonal, en el corazón de Londres. Se bajó los pantalones y se puso en cuclillas en el borde de la acera, con ese culo blanquísimo casi tocando el asfalto. Aparté la vista y supuse el resto. A veces hay dos o tres vagabundos en esa manzana, pero hoy no hay más. Mientras intento recordar dónde he visto a más gente viviendo en la calle, oigo a alguien a mis espaldas: can I take a sandwich? Me vuelvo rápidamente, con las bandejas por delante. Una familia. La niña ha sido impertinente. O eso dice su madre. Solo que no ha sido impertinente; ha sido sincera y directa. Please, take as many as you want. I don't know what to do with them; my company bought too many. They are clean, there's nothing wrong with them! Consigo que cojan otro. Me dicen que han visto a varios mendigos sentados en la calle, más allá. Más allá es Covent Garden. ¿En Covent Garden? No lo creo. Pero camino los cincuenta metros y me paseo por la plaza y por el Apple Market (aquí llamo menos la atención porque casi podría pasar por un camarero de una de las terrazas). Gente sentada en la calle sí que hay, pero ninguno computa como mendigo, ni mucho menos. La señora no sabe distinguir entre vagabundos pidiendo dinero y parejas de estudiantes pelando la pava sentados en el bordillo de la acera. ¿Dónde están los vagabundos cuando se les necesita?, me digo. Bajando otra vez hacia Strand tropiezo con un vendedor del Big Issue (La Farola inglesa). Antes siquiera de que me de tiempo a escanearlo para determinar si se va a ofender si le ofrezco comida, a él ya le pita su radar y me está haciendo ademanes de agradecimiento. Marchando dos de queso. Y otra vez me desean una feliz navidad. Envalentonado por el éxito repentino, me pongo a cantar la mercancía (bajito) a la gente que pasa cerca de mí (free sandwiches!). Una pareja de incautos, mapa en mano, me pregunta por una estación de metro. Los mando en la dirección correcta e intento que se lleven unos piscolabis para el camino, sin éxito. Oh, we just ate. It's a pity. Otherwise… Fue la razón (o la excusa) que más oí de la gente: que ya habían cenado. Por Strand, en dirección a Trafalgar Square, mejora la cosa. Se me quitan un poco los reparos y voy ofreciendo. Cuatro amigos cogen varios bocatas. Busco a tres mendigos que veo a menudo. Nada más llegar junto a ellos, sin haberles ofrecido siquiera, me cogen las dos bandejas sin decir ni pío, sonriendo de medio lado. Su gesto no parece de desesperación ni de agradecimiento, sino de pura avaricia, de maldad. O eso me parece. Así que les doy una bandeja (aún con un montón de comida) y sigo caminando con la otra. (Continuará)
〜 De bandejas de comida y vergüenzas personales 〜
Las seis y media de la tarde (aquí en Londres las llaman de la noche). Estoy aún en la oficina, casi solo ya. Es el último día antes de mis vacaciones de navidad y me he quedado trabajando un poco más de lo habitual, intentando dejar cosas medio terminadas antes de irme a Granada. Arrastro emilios de una carpeta a otra, tacho varias líneas en mis post-its, cierro documentos. Mientras espero a que mi computador se apague voy a la cocina a beber agua, con parada técnica en el baño, para completar mi ciclo personal del agua. Como hago siempre. En la cocina quedan todavía cuatro bandejas ovaladas grandes de plástico llenas hasta arriba de sandwiches de distintas variedades, perfectamente etiquetados (Vegetarian, Ham & Cheese, Salmon & Cucumber…), acolchados entre hojitas de lechuga. También hay un paquete de galletas de jengibre que está a medias y un par de platos con aperitivos. A esta empresa no le faltan excusas para comprar el almuerzo de la gente, poner fruta en las cocinas, servir copas de zumos y aperitivos en reuniones informales a media tarde, repartir helados por la oficina de vez en cuando. Días especiales y aniversarios de la empresa, cualquier motivo es bueno. Hoy hubo fiesta de navidad para los enanos. Algunos compañeros vinieron esta mañana con los hijos puestos. Algunos con cónyuge también. Se lo pasaron todos pipa pintándose la cara, cantando en una sala de reuniones y trotando por los pasillos. Bastante surrealista. Niños ingleses tan rubitos, ceceando entre los dientes caídos y escondiéndose debajo de las mesas. Son muy graciosos. Y qué bien hablan inglés, los cabrones. Hoy los que se encargan de estas cosas calcularon mal y sobró bastante comida. No es la primera vez que pasa. No hay nadie en la cocina, excepto uno de los limpiadores. Está recogiendo platos y metiéndolos en el lavavajillas, reponiendo los frigoríficos, limpiando las encimeras. Como hace siempre. Los limpiadores aparecen a las cinco o las seis —cuando la gente se está marchando— y hacen su batida por toda la oficina. Los he visto en acción cuando he tenido que quedarme hasta tarde algún día. Este limpiador y yo siempre nos saludamos, aunque ninguno sabe cómo se llama el otro. Lo hacemos desde que un día me dio por decirle hola (no veía a nadie más que lo saludase). Es negro. Todos los limpiadores de mi oficina son negros. Todos. No sé cuántos hay, pero he visto al menos a cuatro. No son negros-obama. Son negros como el tizón. En cambio, cuando llegué a esta empresa me sorprendió que apenas hay trabajadores negros (entre los trabajadores que se sientan delante de un monitor, quiero decir). Aunque hay un buen gradiente de color en mi oficina. La principal minoría étnica somos los blancos. Estoy exagerando, claro; pero hay muchísimos hindúes. Muy poquitos negros. Salvo los que limpian. Este limpiador me mira, pensando que he ido a por los sángüiches, y me dice, señalando las bandejas: do you want to take any? I'm going to throw them away. Le respondo tontamente, con mi vaso de agua en la mano: oh... Are you throwing them away? Really? Le digo que es una pena, que no podemos tirarlo, que odio tirar comida a la basura. Me dice que sí a todo, y parece sincero. Él ya ha comido algo, y no sabe qué hacer con el resto. Me lamento un poco más y me vuelvo hacia mi mesa. A medio camino cambio de idea y vuelvo a la cocina. Nos lamentamos un poco más los dos. Alguien tiene que comerse esto, pienso. No podemos tirarlo a la basura. En esto descubro mi primera vergüenza de la noche: me da vergüenza salir de la oficina con dos bandejas de sandwiches en las manos. Me da vergüenza que alguien piense que me llevo comida a casa para los próximos días, que soy un rácano. Me da vergüenza caminar por la calle con las bandejas en la mano. ¿Puede eso más que mi espíritu hiperracionalista? (¿Un montón de comida en buen estado que se va a desperdiciar? ¿Es una pregunta con trampa? Me llevo lo que vaya a comer y doy el resto a quien lo pueda necesitar. Evidentemente. Todo ganancias, ninguna pérdida. Obviamente. No hay argumentos en contra. Siguiente problema, este era fácil.) Aparece Gaurav, un colega. Le digo que me voy a llevar dos bandejas para repartir la comida por la calle. Mi compañero no solo no se sorprende de mi idea (¡gracias, Gaurav!) sino que me recomienda un mendigo que vive muy cerca de la oficina. Sé exactamente a qué mendigo se refiere. Pero voy a necesitar más que un mendigo. Y los mendigos postmodernos igual se ofenden si les ofreces comida. O te acuchillan. Los transeúntes seguro que te ignoran. Además, si no encuentro quién se lo coma, voy a tener que tirarlo yo mismo. Y eso va a ser aún más doloroso que no mirar mientras lo tira el limpiador. Quién dijo miedo. (Continuará)