(Leer la primera
parte)
Los primeros puntos fueron fáciles de conseguir: según salía del
edificio me planté delante de una de las recepcionistas, le puse las
bandejas debajo de la nariz y enseguida se adjudicó dos sandwiches sin
muchos miramientos. 2×100 puntos, ¡chin! ¡chin! Con los vigilantes
de seguridad no hubo tanta suerte. Supongo que un vigilante de seguridad
masticando un triángulo de pan impone menos. En la calle daba por hecho
que nadie iba a coger comida que a saber de dónde ha salido, por más que
sonriese yo. De noche, que no se ve nada, qu é porquería puede ser eso.
Encima, lo de sonreír se me da regular, es de justicia admitirlo. Hago
una prueba. Me echo a andar y paso junto a tres trabajadores en monos
azules. A free sandwich, anyone? Please take one, it's free. Al menos
me miran y me responden, pero no cogen nada. Resuelto como un misil
balístico —ahora sí— cruzo la calle y llego a Southampton Street,
justo bajo Covent Garden. Voy a por el mendigo en el que he depositado
casi todas mis esperanzas. Espero que lleve ochenta o noventa días sin
comer. Por lo menos. Si hay un sitio en Londres donde sé que vive un
mendigo, es ahí. Siempre está ahí, sentado al abrigo del recoveco que
forma un pilar de piedra, pegado al escaparate de una tienda pija de
artículos caros de montaña. The North Face y todo eso. (Hostia, me
acabo de dar cuenta mientras escribo esto de que el pobre vive cobijado
contra un escaparate rutilante, y que al otro lado lo que hay expuesto
es precisamente… un surtido glorioso y multicolor de anoraks y forros
polares, cosas deliciosas de piel y de pelo y de borrego. Mierda.)
Camino derecho hacia él, esquivando corrientes de peatones. A distancia,
y antes de que haga yo algún gesto que delate mi intención, veo que me
saluda cabeceando con las manos juntas, como si rezase. Farfulla algo
que parecen agradecimientos. Caramba, no parece que sea yo el único, ni
mucho menos, al que se le ha ocurrido regalar comida a un limosnero.
Casi parece que el hombre estuviese acostumbrado a esto, que me
estuviese esperando impaciente. Como si fuese a decir: ya era hora,
¿no? Yo ceno antes de las siete. Que no se vuelva a repetir. Y esta
fue la segunda vergüenza de la noche: ¿acaso no he inventado yo la
generosidad y el altruismo? ¿Qué me dices, que a alguien antes que a mí
se le ocurrió dar comida a un sintecho? ¿Que no soy el mejor
transeúnte que ha pasado por delante de este vagabundo? ¿Hago esto solo
por vanidad? El mendigo me da las gracias varias veces. Insisto en que
se quede con varios sandwiches, pero solo consigo que coja uno. Uno de
salmón, claro. Me da las gracias otra vez. También me dice feliz
navidad. Aceptamos barco. Muy probablemente este es el mismo mendigo al
que vi cagando en la calle una vez. Perdón; pero si lo cuento todo, lo
cuento todo. Fue a plena luz del día. Su casa, Southampton Street,
es una calle muy transitada, semi-peatonal, en el corazón de Londres. Se
bajó los pantalones y se puso en cuclillas en el borde de la acera, con
ese culo blanquísimo casi tocando el asfalto. Aparté la vista y supuse
el resto. A veces hay dos o tres vagabundos en esa manzana, pero hoy no
hay más. Mientras intento recordar dónde he visto a más gente viviendo
en la calle, oigo a alguien a mis espaldas: can I take a sandwich? Me
vuelvo rápidamente, con las bandejas por delante. Una familia. La niña
ha sido impertinente. O eso dice su madre. Solo que no ha sido
impertinente; ha sido sincera y directa. Please, take as many as you
want. I don't know what to do with them; my company bought too many.
They are clean, there's nothing wrong with them! Consigo que cojan
otro. Me dicen que han visto a varios mendigos sentados en la calle,
más allá. Más allá es Covent Garden. ¿En Covent Garden? No lo
creo. Pero camino los cincuenta metros y me paseo por la plaza y por el
Apple Market (aquí llamo menos la atención porque casi podría pasar
por un camarero de una de las terrazas). Gente sentada en la calle sí
que hay, pero ninguno computa como mendigo, ni mucho menos. La señora no
sabe distinguir entre vagabundos pidiendo dinero y parejas de
estudiantes pelando la pava sentados en el bordillo de la acera. ¿Dónde
están los vagabundos cuando se les necesita?, me digo. Bajando otra vez
hacia Strand tropiezo con un vendedor del Big Issue (La Farola
inglesa). Antes siquiera de que me de tiempo a escanearlo para
determinar si se va a ofender si le ofrezco comida, a él ya le pita su
radar y me está haciendo ademanes de agradecimiento. Marchando dos de
queso. Y otra vez me desean una feliz navidad. Envalentonado por el
éxito repentino, me pongo a cantar la mercancía (bajito) a la gente que
pasa cerca de mí (free sandwiches!). Una pareja de incautos, mapa en
mano, me pregunta por una estación de metro. Los mando en la dirección
correcta e intento que se lleven unos piscolabis para el camino, sin
éxito. Oh, we just ate. It's a pity. Otherwise… Fue la razón (o la
excusa) que más oí de la gente: que ya habían cenado. Por Strand, en
dirección a Trafalgar Square, mejora la cosa. Se me quitan un poco los
reparos y voy ofreciendo. Cuatro amigos cogen varios bocatas. Busco a
tres mendigos que veo a menudo. Nada más llegar junto a ellos, sin
haberles ofrecido siquiera, me cogen las dos bandejas sin decir ni pío,
sonriendo de medio lado. Su gesto no parece de desesperación ni de
agradecimiento, sino de pura avaricia, de maldad. O eso me parece. Así
que les doy una bandeja (aún con un montón de comida) y sigo caminando
con la otra. (Continuará)