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Génesis

· 4 min read

«Génesis»

Génesis es una novela corta de ficción científica de Bernard Beckett, un autor neozelandés poco conocido, publicada originalmente en 2006. Un par de guerras mundiales (nuevas) y varias pandemias (pandemias de las de verdad, no de estas que hay ahora) han azotado el globo. Platón, un magnate metido a salvador de la raza humana, se recluye en el archipiélago que llaman «la República» y consigue mantener a su sociedad de diseño aislada del resto del mundo mediante la construcción de la Gran Valla Marina. La República parece ser el último estado a salvo en la Tierra. Los pocos zombis infectados que consiguen llegar por mar hasta la Gran Valla son eliminados. En la República, la humanidad se ha reorganizado y aparentemente ha conseguido un equilibrio pacífico. La Academia es el organismo que dirige esta sociedad. En ese contexto, una joven opositora estudiante, Anaximandro (sic), discípula del filósofo Pericles, se presenta al riguroso examen de ingreso en la Academia. El tribunal está compuesto por tres funcionarios Examinadores que la interrogan acerca del tema en el que se ha especializado: la vida de Adán Forde, un personaje clave en la historia de la República. La novela arranca cuando Anaximandro (Anax para los amigos) se presenta ante el tribunal, y termina cuando lo hace el examen. La historia mezcla varios temas, y lo que los une a todos es un tono filosófico y metafísico sobre el devenir de la humanidad, la evolución, la tecnología y la sociedad, que a mí me ha parecido interesante. Durante su examen, Anax recrea con detalle un test de Turing (aunque no se le da ese nombre) que resulta bastante entretenido; una batalla intelectual (pero también emocional) entre Adán Forde y una máquina, a base de lógica aplastante y puyazos resentidos hombre-máquina. También se menciona el experimento de la habitación china. Se puede considerar una novela en tiempo real: el examen de ingreso de Anax en la Academia dura cinco horas (con descansos), y el libro se lee más o menos en ese tiempo (quizá con descansos). Son 158 páginas de letra gorda. Y quien no sea tan lento como yo leyendo literatura seguramente tardará bastante menos. No está mal la novelita. Te mantiene enganchado y se resuelve con sorpresa, aunque también con simpleza, y además toca de refilón temas que podrían dar más de sí: el apocalipsis, una sociedad de vigilancia y control y además estratificada (“Nineteen eighty-four” meets “Brave new world”), la IA, la esencia del Hombre y de la conciencia… Lo de reciclar nombres de filósofos e instituciones de la Grecia clásica en este contexto futurista no termino de entenderlo bien; supongo que son alegorías e ironías jugosas, pero como estoy pegado en Grecia, me lo pierdo. Como nota curiosa, en este libro la traductora, Gemma Rovira Ortega, propone la primera traducción al español que yo haya visto del acrónimo inglés SNAFU: «SINOMEPATO» :¬) Aviso que el artículo de la Wikipedia (en inglés) cuenta la trama con espóilers y lo desvela todo. Sigo con mi racha de leer libros regalados o prestados (este me lo pasó mi tío). Y al igual que me pasa cada vez que me pongo con libros pendientes, me pregunto dónde está el equilibrio entre leer lo que los demás te recomiendan o proporcionan y lo que a ti realmente te apetece. A raíz de eso, tres preguntas al aire relativas a the pila:

  1. ¿Os medio forzáis a leer los libros que os regalan o prestan, aunque algunos os interesen sólo regular?
  2. En caso afirmativo, ¿dais abasto para leer esos, más los que vosotros elegís?
  3. Y finalmente, ¿aplicáis algún algoritmo para decidir el próximo libro a leer de entre los regalados? En otras palabras, ¿FIFO o LIFO?

Nuevo grupo sobre Adobe Flex en Utoi

· 2 min read

Un logo que he
pergeñado

Si trabajas con Flex, ActionScript, Flash, Air, BlazeDS, AMF, Cairngorm, PureMVC u otras lenguas de programación de Adobe Systems o tecnologías relacionadas quizá te interese pasarte por el nuevo grupo/tema que hemos creado en Utoi: Profesionales de Adobe Flex. Se trata de un grupo dedicado a todos aquellos que trabajan con Flex, o que quieren aprender más sobre la plataforma. Se admitirán preguntas sobre programación, discusiones acerca de cualquier aspecto relacionado con Flex, recomendaciones de herramientas, avisos de eventos y, por supuesto, ofertas y demandas de empleo relacionadas con el tema. Utoi está aún un poco en pañales y de momento somos cuatro gatos (y muchos ya nos conocíamos entre nosotros; somos los de siempre :) De hecho, este tema está entre los nueve primeros que se han propuesto (y aprobado) en Utoi. Por lo que me ha dicho la gente de Utoi, hoy es el lanzamiento «oficial» de Utoi en Soitu y, efectivamente, desde hoy están enlazando a la nueva red social y de microblogging desde la portada de Soitu (vaya nombres). A ver si eso le da un empujón al grupo de Flex…

Don't use this map in Tokyo

· 5 min read

Believe me, I was not wearing my Japanophile's hat when I entered the cinema. I did a conscious effort to look at the screen in the same way I thought my friends were going to look at it. I didn't nudge them and whispered the toponyms that, who knows why, are lacking in the story. I tried to see pachinko, love hotels and women-only carriages as if it were the first time. A story in Tokyo… What an exotic country, wonder what it'll be like. So far away, isn't it? Must be an amazing culture. Well, let's see. Still, Isabel Coixet's Map of the sounds of Tokyo fails to tell an engaging story; it is rather boring. If her intention was to leave spectators ‘craving for sex and sushi (sex and ramen, at any rate), it didn't work for me.

As UnGatoNipón pointed out, dialogues are poor in general, and sometimes plainly silly. Long still shot. Silence. ‘Do you want a strawberry mochi*?’ ‘No.’ Silence. ‘I can go and buy some, it's no problem.’ ‘No.’ Long silence.* If that is supposed to capture some profound, centuries-old Japanese introspective philosophy, I don't get it. And what with the dubbing. If it is usually just criminal the way most foreign films are butched and re-interpreted here in Spain (Spain hasn't had a head of government who was fluent in any other language but Spanish for decades; certainly not during the current democratic period) the case with Map of the sounds of Tokyo, being it a Spanish film, is especially sad. The character of David is a Spaniard who has been living in Tokyo for two years and whose Japanese is, as he admits, not good. He's supposed to speak in English with the Japanese characters. All that is dubbed into Spanish in the version that is being shown in Spanish cinemas, but from time to time there are words or common expressions that are spoken in Japanese. Not only that, but it seems that the producers didn't bother editing the subtitles appropriately: when David tells his colleague that Midori's father called him baka (stupid) once, Sergi López is pronouncing the word in Spanish, and at the same time we read it in a subtitle in Spanish, which is quite confusing. Although I suspect that is a timing issue, and that subtitle is supposed to appear when the Japanese character repeats the word in Japanese. What is even worse is that, as anyone who ever has had to move around Japan using English knows, communication in English with the Japanese is, more often than not, quite difficult. If, as it is claimed, Tokyo is a necessary protagonist in the story, i.e. if the same tale wouldn't be conceivable in Lisbon or in Jakarta, you can't avoid the issue of communication altogether. The writer makes an attempt at disentangling clichés about Japan and the Japanese, but it seems to me that she only skims the surface, sometimes rather explicitly. David tells Ryu that in essence the Japanese are no different from his own people; and at the beginning, Midori's father expresses his disgust about the flamboyant evening that has to be arranged to please his foreign business partners. But Coixet falls short of tackling those issues, and her Tokyoites appear as silent, shy, lonely ghosts with an unfathomable interest for the weirdest activities. The worst thing about the movie is that it's very slow, and so quiet. To me, Tokyo is a city of words, both written and spoken. It is a loud city. It is what Paul Waley calls ‘Tokyo as textual city’. I think that is why this representation of Tokyo doesn't look realistic at all.

The scene when Bill Murray sings More than this at the karaoke… Sorry — I mean, the scene when Sergi López sings Enjoy the silence at the karaoke doesn't convey any melancholy, and for me it was ridiculous. To me, the first scene in the love hotel was everything but exciting. Maybe the others were a bit more evocative. Sex scenes were brave and sincere, that I must admit. From the soundtrack, only One dove by Antony & the Johnsons makes the cut for me. Bonus: if you really want a tender, funny, surprising film that leaves you craving for ramen and sex, go and watch Tampopo (1985). Here, an appetizer for the ramen part of it; here, something about the sex… and also food.

Recomendaciones informales de viaje en Tokio

· 8 min read

Una amiga se acaba de ir a Tokio por cuatro o cinco días, como parte de un viaje mayor por Asia. Me ha pedido algunas recomendaciones de lugares para visitar en Tokio y alrededores. Empecé a escribirle un emilio, pero a medio camino se me ocurrió que esas recomendaciones podrían ser útiles para alguien más. Así que he transformado el mensaje en esta entrada. Mis recomendaciones son absolutamente subjetivas, y a menudo no casan con lo que pueda decir la Lonely Planet, y ni siquiera con lo que pueda decir una guía de viajes de verdad. En general, están sesgadas hacia lo que a mí me interesa más: grandes ciudades (Tokio); urbanismo y arquitectura, especialmente contemporáneos; cultura popular; tecnología; rarezas; consumismo, dinero y excesos; localizaciones de películas o rincones con cierto simbolismo… Ahí va una lista muy personal (no exhaustiva ni ordenada, pero con algo de chicha) de cosas a hacer y sitios a visitar, para cuatro o cinco días en Tokio:

  • En Tokio
    • El Miraikan. El museo de ciencia y tecnología en Odaiba, una isla artificial en la Bahía de Tokio. En el Miraikan hay maquetas y demostraciones de robots (el ASIMO de Honda está allí jugueteando con los visitantes), de trenes bala, etc. A la isla se va en una suerte de monoraíl atravesando el Rainbow Bridge (el Yurikamome; se coge en las estaciones de Shimbashi o Shiodome). Para mí, aunque solo fuese por ese viajecito y por las vistas desde lo alto de las vías elevadas (foto a la derecha) ya merece la pena visitar la isla. La isla es sobre todo un barrio de ocio, con centros comerciales, recreativos, más museos, restaurantes, paseos y parques. También hay en Odaiba algunos edificios famosetes, como el de Fuji TV y el Big Sight. Más sobre Odaiba y cosas para hacer allí.
    • Los museos en el parque Ueno. Ueno Park (en la parte norte/noreste de la ciudad) mola para pasear. Dentro del parque, o cerca, hay varios museos. Los dos más recomendados son el Tokyo National Museum (historia del país a través de objetos, obras de arte, etc.) y el National Museum of Nature and Science.
    • La lonja de Tsukiji. El mercado de comestibles más grande del mundo (dicen por ahí). Si vas muy temprano (yo ese día estaba en la calle a las 6:02) se ve toda la actividad mañanera, frenesí de carretillas, pescaditos gigantes, etc. y mola. ¡Ojo! Una amiga me ha comentado que al parecer se hartaron de tener turistas paseando por entre las montañas de bloques de hielo y dándole con el dedito en las escamas a los peces raros, y ya han prohibido el paso a los curiosos :¬(
    • El parque Hamarikyuu Teien. Está al ladito mismo de Tsukiji (en la zona de Shiodome). Creo recordar que hay que pagar un poco por entrar, pero es un ejemplo chulo de jardín tradicional japonés. Además, no es muy grande y está flanqueado por las torres de oficinas de Shiodome por la parte norte, lo que hace un contraste muy especial entre lo natural-viejo y lo artificial-nuevo (como se ve en la imagen de la derecha).
    • El Palacio Imperial. Está claro. A mí me decepcionó un poco. Pero me encontré con un viejo amigo ese día y lo visitamos más pendientes de nuestra conversación que de lo que estábamos viendo, así que puede que fuese por eso. Está en el centro de la ciudad, cerca de la estación de tren «Tokio» (el palacio, no mi viejo amigo).
    • Shibuya. El barrio, y el intercambiador de transportes homónimo. Aquí está el famoso cruce de Lost in Translation. Es un poco en plan Piccadilly Circus (o Times Square, supongo). Un hervidero; de noche es especialmente impactante. Por la zona hay pachinko, karaoke, love hotels, tiendas para turistas… Bueno, de eso hay un poco en todas partes.
    • Miradores en la ciudad. Tres señalados. El edificio principal del Gobierno Metropolitano de la ciudad (o sea, la sede del ayuntamiento); un rascacielos neo-gótico en Shinjuku al que se puede subir sin pagar para hacer fotos como la de la derecha. El segundo es el Caretta Shiodome; el mejor observatorio de la zona de Shiodome. Puedes subir gratis a la última planta y contemplar la lonja de Tsukiji y el parque Hamarikyuu Teien inmediatamente a tus pies, y más adelante, toda la bahía. Y finalmente, la Mori Tower; el monumento a la megalomanía del magnate Minoru Mori en Roppongi Hills. Aparte de visitar el mirador, pagando un poco más se puede acceder también al museo de arte y arquitectura que ocupa las últimas plantas. La Tokyo Tower se suele incluir en esta lista de techos de la ciudad, pero yo no he estado, porque creo que no merece mucho la pena.
    • Shinjuku. Aparte de rascacielos (como el del Gobierno Metropolitano) al lado contrario del inmenso intercambiador de transportes hay mucha actividad nocturna y galerías comerciales. Ahí está también Kabukichou, un barrio nocturno de callecillas estrechas y prostíbulos muy pintoresco.
    • Akihabara, el «barrio eléctrico». Para ver frikis, nerds, otakus, etc. (o si eres uno de ellos). Está lleno de tiendas de electrónica de consumo, ocio, cafés para leer manga, pornografía (legal y de la otra), gente joven… Si quieres comprar algún cacharro, será de los mejores sitios para hacerlo (¡asegúrate de que te descuentan el IVA enseñando tu pasaporte y el visado que te han grapado en él!).
    • Harajuku. Ahí está Omotesandou, una calle pija con marcas europeas, tiendas de joyas y de diamantes (como la de la foto), etc. Está bien verlo. Al otro lado de la estación de Harajuku está el parque Yoyogi, un parque donde se juntan los jovenzuelos disfrazados de las cosas más extravagantes. Tribus urbanas, góticos, lolitas, etc. Y en ese mismo parque está el Meiji Jinguu, un templo dedicado al Emperador Meiji, figura histórica imprescindible del Japón moderno.
    • Asakusa. Al noreste de la ciudad. Ahí están el Kaminarimon y el Sensou-ji: una puerta y un templo sintoístas, respectivamente. Son de los más famosetes y chulos de ver en la ciudad.
    • El barrio de Ginza (y de nuevo Omotesandou. Para compras (más bien caras).
  • Cerca de Tokio
    • Yokohama. Según el criterio que se escoja, puede ser la ciudad más populosa de Japón (lo que solemos llamar «Tokio» es en rigor una aglomeración de ciudades, como Londres). Yokohama está a menos de una hora de Tokio en tren. Allí se va principalmente a comprar (buenas calles comerciales), a pasear por el paseo marítimo, a comer… Hay un barrio moderno (el Minato Mirai) que se ha llenado de rascacielos y cosas extravagantes. Si vas, no dejes de visitar la Landmark Tower (la torre a la izquierda en la foto); se trata del edificio más alto del país (296 m). Se puede subir a la última planta (en el segundo ascensor más veloz del mundo mundial) y contemplar Yokohama y buena parte de los alrededores desde ahí arriba. Otro atractivo arquitectónico es el intercambiador marítimo del español Alejandro Zaera-Polo.
    • Nikko. Más lejos que Yokohama, pero también asequible para ir y venir en el día. Es un conjunto enorme de templos entre bosques; la combinación es desbordante. Este puente sobre el río que se ve en la foto es una imagen muy reproducida. Aparte de eso, hay un lago (Chuuzenji-ko) y una cascada (Kegon no Taki o Kegon Falls) muy cerca.
    • Kamakura. Otra buena excursión de un día desde Tokio (y más cercana a Tokio que Nikko). Se considera una de las antiguas capitales de Japón, y da nombre al periodo histórico entre 1185 y 1333. A visitar: el Buda gigante (Daibutsu) y los jardines llamados Hase-dera.

Reseña: «Radio 3: rescate de un recuerdo»

· 5 min read

Compré este libro hace cuatro años en la Cuesta Moyano de Madrid (los entrañables puestos de libros de la calle Claudio Moyano, justo por debajo del Jardín Botánico, cerca de Atocha). Ahora me he propuesto compensar un poco que durante el último año no he leído prácticamente nada. Mentira: sí que he leído, y bastante; pero solo artículos de revistas, pasajes de libros de texto, libros recomendados en la uni y cosas así. Todo en inglés y bastante monotemático, y casi todo por obligación (o no; según se mire).

«Radio 3: rescate de un recuerdo» no es, como yo esperaba, una crónica rigurosa, o al menos detallada, de los 30 años de historia de Radio 3 de Radio Nacional de España. Más bien es un recuento desordenado, ligero y subjetivo del espíritu de los inicios y de algunas anécdotas ligadas a la emisora. Para empezar, y antes de entrar en el fondo, la forma es muy frágil: el autor, Mariano Francisco Sánchez Fernández (que colaboró con varios programas en Radio 3 hace años) no parece un buen escritor. El libro da la impresión de haberse escrito con prisas, y en vista de los resultados me huelo que el editor decidió ahorrarse el corrector de pruebas. Erratas y faltas de ortografía a tutiplén («visagra» por «bisagra», «you don't below» por «you don't belong», etc.) y una puntuación totalmente desastrosa que hace que la lectura no fluya cómodamente. Parece mentira que este hombre haya colaborado con tantos periódicos, radios y televisiones, con esa forma tan simplona y poco clara de escribir que tiene. La última frase del libro es (y con esto no destripo nada): «¿que (sic) más voy a decir?». Pues eso; mejor no digas nada más. El libro está organizado en entrevistas a unos pocos protagonistas de Radio 3: Ramón Trecet, Diego A. Manrique, Jesús Ordovás, Beatriz Pécker, Federico Volpini, Carlos Galilea, Juan Pablo Silvestre, Iñaki Peña y alguno más. El autor transcribe párrafos completos de estas entrevistas entre sus propias reflexiones, pero no los edita convenientemente, ni se queda sólo con la enjundia. Así, las declaraciones de los personajes están llenas de puentes, lugares comunes y ocurrencias a la ligera, de las que uno suelta en cualquier conversación distendida, pero que no deberían aparecer en negro sobre blanco. Además, en distintos capítulos se hace referencia a la misma anécdota o al mismo evento, como si el autor se hubiese olvidado de que ya lo había mencionado antes. No sabemos cuáles fueron las preguntas que se hicieron (solo leemos respuestas, a modo de monólogo), pero es fácil deducirlas. Algunas preguntas tienen poco interés en relación al tema (Radio 3) y algunos de los entrevistados contestan como contestaría tu cuñado listillo, más o menos. Por ejemplo, varios comentan acerca de la «crisis de las discográficas», «internet» y «la piratería»; pero emplear una o dos páginas por capítulo en transcribir el tipo de comentarios vagos y poco informados que cualquiera haría en 2004 con una cerveza en la mano, pues es un poco timo para el lector. El tono que impregna el libro es el de que Radio 3 fue un experimento excepcional hecho con cuatro duros, un espacio sorprendente de innovación y libertad en plena transición política en el que se reflejaron e impulsaron las minorías y la cultura, algo que milagrosamente los sucesivos gobiernos dejaron vivir y donde se encontraron un grupo de profesionales enormes, que hicieron una radio muy innovadora y ganaron una audiencia pequeña, pero fiel. Como fan declarado de Radio 3, suscribo casi todo eso. Pero a veces da la impresión de que se cae un poco en la nostalgia y en el «Radio 3 ya no es lo que era». En mi opinión, lo más interesante es percatarse de cómo era Radio 3 en sus inicios, a principios de los 80, y comparar aquella situación con los medios de comunicación actuales. Es desolador. El programa «Caravana de hormigas», por ejemplo, era transgresor a un nivel que hoy parece impensable. En «Caravana de hormigas» llamaban «rata» a Txiqui Benegas (entonces en el gobierno), tenían una sección llamada «voy a por ti, Barrionuevo», celebraron la muerte de Luis Buñuel para poner de manifiesto el simplismo que hizo a Buñuel un héroe de la izquierda mientras que Dalí fue considerado, a la ligera, un fascista. Para atraer atención sobre las muertes de emigrantes en el Estrecho de Gibraltar, daban el parte de muertos como si fuesen los números en un cartón de bingo. Iñaki Peña dedica varias páginas a contar la historia de aquella proposición no de ley que finalmente restituyó «Trébede» después de que fuese suspendido por el gobierno de Aznar cuando se mostró tan crítico con el chapapote, el Plan Hidrológico Nacional y la Guerra de Irak. Yo recuerdo con especial cariño las historias surrealistas, terroríficas, estimulantes, sensuales de Carlos Faraco y su equipo a primera hora de la mañana en «El despertatroz», hace diez u once años. La verdad es que da un poco de pena pensar que esas críticas no son ni imaginables hoy. Maldita corrección política. Por cierto, la mayoría de los presentadores entrevistados señalan que, contrariamente a lo que se podría esperar, hubo menos intentos de control desde el poder con la UCD y el PP que con el gobierno del PSOE. No pongo la editorial ni el número de páginas, que para eso están la fotico y Google. Tampoco le doy puntuación, como hacen los que saben, pero creo que queda claro que no lo recomiendo.

Ricos gilipollas

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Estoy indignado, sobrecogido, escandalizado, alarmado después de ver el reportaje del programa «Comando Actualidad» (TVE) «¿Los ricos también lloran?». Quiero pensar que la muestra está sesgada; que solo los ricos gilipollas (los ricos sin estilo, los ricos malvados, los nuevos ricos, yo qué sé) se rebajan a representar así su papel delante de unos reporteros. (Reporteros torpes, además, que les siguen para ratificar las frases hechas que ya tenían en la cabeza cuando salieron de la redacción). Los ricos que salen en este reportaje son tan odiosos, superficiales, desconectados de la realidad, hipócritas, psicópatas y caricaturescos que tienen que ser actores. Pablo me acaba de decir lo mismo, que también ha pensado que son actores. Mirad y escuchad a la alumna aventajada de Carmina Ordóñez alrededor del minuto veinte, y flipadlo. En otras palabras: debe haber otros ricos «normales»; razonables, sensibles, discretos. Gente que por lógica, pudor y sentido común no se enseñaría a toda España comportándose como críos, derrochando cantidades que saben (porque los ricos razonables sí lo saben) que son ofensivas para el ciudadano medio. Espero que esos ricos razonables sean la mayoría. En otro orden de cosas: será porque veo televisión made in Spain con cuentagotas y por eso lo noto más, pero ese estilo uniforme de televisión reporteril supuestamente dinámica e impactante, que intenta parecer espontánea y no intrusiva… ese estilo de televisión es ridículo, aburrido y más falso que el cutis de las entrevistadas en el reportaje. Esos encuentros espontáneos con los sujetos que no hay quien se crea (Hola, somos de «Comando Actualidad» / Ah, hola. ¿Qué tal? Bienvenidos, pasad); ese caminar rápido por la calle, mirando y hablando hacia la cámara; ese tirar de lugares comunes en lugar de parir frases originales (¿¿«los ricos también lloran»?? Por favor…). Y encima, me acuerdo de algún periodista que conozco, más creativo y mucho más hábil con el español que estos reporteros, y al que no dejan trabajar como tal…

— ¿Cuánto cuesta este barco? — Ahora poco, ¿eh? Ahora, lo que te den. — ¿Cuánto pides por este…? — Hombre, yo… si… la raya de los quinientos mil euros la darían, por este barco.

— Cristina, ¿tú a qué te dedicas? — Pues yo, imagínate… ¿qué es a lo que se dedica uno en Marbella? Lo mejor, lo mejor de todo. — ¿A vender casas de lujo? — A atender a los clientes mejores que busquen… sus sueños. Y que quieran comprar una casa en Marbella, o un apartamento. Por pequeño o grande que sea.

— Carmen, ¿usted durante el día qué hace? — Ay, ¡es que siempre me lo preguntan! Pues… pues lo mismo que tú: trabajar, divertirme cuando tengo un rato, estar con mis amigos… Yo, aunque me acueste a las tantas, siempre digo que me despierten a las nueve. Me pego el lujazo de desayunar en la cama, leer dos periódicos (todos los días)… y estoy una hora tranquila, recapacitando, despertándome, leyendo el periódico… viendo mi agenda, haciendo llamadas… Bueno; así empiezo. Luego ya me levanto, y a la guerra. — ¿Cuál es esa guerra? — Bueno, pues la guerra de las mil gestiones: qué hay que solucionar, qué hay que hacer… con abogaos, banco… eh… cosas que hay que terminar…

— ¿Esto cuánto puede costar? — ¡Es que esto no es un mercadillo, pa'estar dando los precios! — Pero hay gente que necesita saber cuánto vale, para ver si se lo puede llevar. — Pues vienen… vienen, ven cómo les queda, si les gusta… entonces deciden. — ¿Se ve comprando, por ejemplo, Carmen, en… en un rastrillo, por ejemplo? ¿O en un mercadillo? — ¿En un mercad–De esos que hacen en los puebl–Me divierten mucho–La verdad es que no he ido nunca, pero deben ser muy divertidos.

— Pero lo peor… porque… el pobre de siempre, que ha estao pidiendo, tal… bueno; está costumbrao. Pero lo peor es la pobreza en las personas que… bueno, que han tenido un trabajo, que viven bien y que de repente se encuentran… que les embargan la casa, que no tienen paro… ¡hay unos dramas…!

— Con el tiempo que llevas aquí, ¿te has quedado alguna vez con la boca abierta? — Cuando te enteras, ¿no? de… de la pasta que se ha dejao un tío, una noshe. O cuando… cuánto vale llenar el tanque, pa'irte a Mallorca (que es la hipoteca que tengo yo toa mi vida, ¿no? a lo mejor)… Y eso es pa'llegar allí nada más, después… — ¿Cuánto es eso? — No sé. Veinte mil, treinta mil, cuarenta mil euros… — ¿Un poquito de envidia sana, da? O… — Pues no te creas, ¿eh? Tampoco se les ve muy felices, ¿eh? Hay algunos que no tienen ni amigos.

— ¿Usted a qué se dedica? — Yo me dedic–Pues mira–Yo me dedico a mi casa y hago unas colaboraciones con una onegé por las mañanas. — ¿Y su marido? — Mi marido es arquitecto.

— Hola, chicas. ¿Qué tal? — Hola. — ¿Ese es vuestro champán [de 1,800 € la botella]? O sea, ¿vosotras ya habéis empezado la fiesta? — Siempre hay que empesarla desde temprano. — ¿A qué os dedicáis? — Estudiamos derecho. Derecho al… — ¿Derecho a qué? — ¡Derechito a la fiesta! Todos los días. — ¿Hábeis pagado vosotras la cama, o estáis invitadas? — Nosotras. Una firmita. La verdad, nuestros papás. Vamos a ser sinseras.

— Puedes pensarlo que es un derroche [jugar con botellas de champán a 1,800 € la botella], pero míralo desde la otra forma: si hay demasiao champán en el mundo yo lo cojo, hago una mezcla rarilla y lo meto en mi coche, que es diésel. Yo no bebo alcohol. Yo solamente quiero la botella. Lo que haya dentro, ¿qué quieres que haga con él? Me lo paso bien, pero también… también ayudo a mucha gente; yo tengo muchísimas obras de caridad que hago en el mundo entero… Y ya está, y esto es quizás… una forma de, a mí, pasarlo bien.

Yo también soy un rico gilipollas

· 6 min read

Maldita relatividad de las cosas. Anoche, justo después de publicar la entrada anterior, tuve una revelación: es muy probable que yo, y mucha gente con mi mismo nivel de vida, seamos «ricos gilipollas» para otras personas. Ahora mismo. Y con ese pensamiento incómodo me fui a la cama. Pero me dormí enseguida. Veamos. Yo me escandalizo y desprecio a un subconjunto de personas con un nivel de vida que está, digamos, dos órdenes de magnitud por encima del mío. La mayoría de mis amigos y conocidos, y yo, típicamente ganamos unas pocas decenas de miles de €/£ al año. Supongamos que los personajes que salen en «¿Los ricos también lloran?» ganan cien veces más. Es decir, unos pocos millones de €/£ al año. Ya sé que dos órdenes de magnitud no es tanto, y que a juzgar por su nivel de vida, algunos de los que salen en el reportaje ganarán mil o diez mil veces más que tú y que yo. Pero de momento eso no invalida mi razonamiento, así que quedémonos con un grupo de ricos «menos ricos» (concretamente de «ricos menos ricos pero aún así despreciables») y sigamos. Quede claro que no critico a ese tipo de ricos por tener ese dinero; los critico por lo que hacen con ese dinero, por enseñar lo que hacen con ese dinero de la forma en que lo hacen, por olvidarse completamente de que viven en una falda de la campana de Gauss y de que existe el resto de la curva, por desentenderse de la realidad y por presentar una imagen tan frívola y superficial. Hay ricos encomiables a los que no meto en esta categoría. No critico, por ejemplo, al hombre más rico del mundo, porque también es un filántropo formidable y porque (según sus apariciones públicas, sus declaraciones y lo que se puede leer sobre él) parece ser una persona muy consciente —y «humilde», dentro de lo que cabe— acerca de su papel en el mundo. El hombre más rico del mundo parece más campechano y más generoso que todos los ricos de pacotilla que aparecen en el reportaje de TVE (y sí; ya sé que es muy arriesgado juzgar el carácter y las intenciones de personajes tan distantes). Pero a la mayoría de los que salen en este reportaje sí los critico. Dos órdenes de magnitud. Si haces cuentas verás que para un porcentaje muy alto de la población del mundo, tú y yo somos tan ricos como estos ricos del reportaje lo son para nosotros. Cualquier persona que gane unos pocos cientos de €/£ al año es tan pobre para ti como tú lo eres para los ricos del reportaje. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, en su último informe sobre índices de desarrollo humano usa, entre otras, las líneas de pobreza de 1,25 $ al día y de 2 $ al día. Para ser dos órdenes de magnitud más rico que alguien que viva con ese dinero sólo tienes que ganar 33K € (28K £) al año y 52K € (44K £) al año, respectivamente. La pregunta es: ¿somos igual de gilipollas que los del reportaje? ¿O nosotros somos «ricos» generosos, discretos y con conciencia? Piénsalo. Tú y yo nos llevamos las manos a la cabeza porque estos ricos no hacen nada por sí mismos y están malcriados, acostumbrados a comodidades que nos parecen caprichos y derroches. Pero tú y yo la armaríamos gorda si de pronto en nuestra oficina nos quitasen el aire acondicionado. ¿O no? ¿Qué crees que pensaría de eso un congoleño, que es, con una probabilidad del 54%, cien veces más pobre que tú y que yo, y vive en un clima más hostil? Tú y yo nos burlamos de las respuestas que dan estos ricos cuando les preguntan a qué se dedican. Estos no saben lo que es trabajar, nos decimos. Ahora intentemos explicarle a esos casi tres millones de bolivianos que son cien veces más pobres que nosotros en qué consiste nuestro trabajo: de lunes a viernes y de nueve a seis, durante menos de once meses al año, nos sentamos en una oficina con todas las comodidades. Hablamos con otros y escribimos en un teclado. Para hacer las jornadas menos pesadas nos levantamos a charlar con otras personas o a tomar café. Si estamos resfriados, ese día no vamos a la oficina. ¿Cómo? No vamos a la oficina. Y ya está. Estos ricos abren latas de caviar de a tres mil euros la lata y se las comen solos en un minuto (y sin empujar con pan, que diría mi abuelo). Derroche, vergüenza, ostentación, inconsciencia. Ahora paseemos a uno de esos doscientos sesenta millones de chinos que son cien veces (cien veces) más pobres que tú y que yo por los interminables pasillos del supermercado mientras hacemos la compra semanal. Luego, al llegar a casa, le enseñamos también el cubo de la basura. Y tú, ¿qué estás haciendo para no ser un rico gilipollas? ¿O te vas a comprar un iPod nuevo porque el viejo tiene la pantalla un poco rayada, es que ahora los nuevos reproducen vídeo y son mucho más pequeños, tío… Siento que esta reflexión me salga en un tono tan agresivo, queridísimo lector. Acabo de gastarme en un viaje de placer de dos semanas el equivalente a tres años completos de salario de un habitante de Malawi. ¿Es mi razonamiento correcto? ¿En qué me estoy equivocando? Si esto es cierto, para afrontar la situación podemos elegir entre dos posturas extremas. La primera postura es dar por hecho que el entorno en el que uno se ha criado es «el normal», y que si quieres ser feliz no te queda más remedio que apartar la vista, olvidarte de que el cosmos es injusto y pedir otra ronda antes de que se haga demasiado tarde para entrar a la sesión golfa. El otro extremo es asumir profundamente la vieja sospecha que albergabas: que los códigos postales y las aduanas son una barrera artificial que no puede separarte de los explotados; que no te has ganado lo que tienes sino que te tocó en suerte; que existe dolor infinito; que tú también eres culpable del status quo y que, por ende, nunca serás feliz. Luego hay posturas intermedias, supongo. Pero esas parecen un mal compromiso, porque implican que las cosas solo cambiarán un poquito, y que además no puedes ser feliz. Yo creo que prefiero intentar ser feliz. Pero no sé.

Reconstruyendo Niihama-shi

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El 24 de mayo pasado llevaba yo tres días en Tokio y ya había hecho buenas migas con Kinga & Stella, dos californianas que se estaban alojando, como yo, en el Sakura Hostel de Asakusa. Esa tarde, a propuesta suya, teníamos planes para ir al Tokyo Dome, que es el mayor espacio para conciertos en Japón y es, sobre todo, el estadio de los Tokyo Giants. Los Giants son el equipo local de béisbol (patrocinado por el diario con mayor tirada del mundo, el Yomiuri Shimbun) y probablemente el equipo más fuerte de la liga profesional japonesa. El Tokyo Dome es una estructura gigantesca, interesante de ver por sí sola. Si la Wikipedia no miente, su cubierta es una membrana flexible que se sustenta gracias a que el interior del estadio está presurizado …y esa es totalmente la impresión que uno tiene viendo la fotografía aérea en Google Maps. Si además puedes visitar el estadio para ver un partido de liga entre los Tokyo Giants y los Osaka Buffaloes (patrocinados por el emporio financiero ORIX) pues mejor que mejor. Es como vivir un Madrid–Barça, pero a la japonesa. Del ambiente en el estadio, del partido de béisbol y de mis elucubraciones durante el mismo (bastante ajenas al deporte en sí) quisiera hablar con detalle en otra entrada. Ahora solo quería contaros que íbamos camino del estadio, habíamos salido de la estación de tren de Suidobashi y giramos a la izquierda para cruzar el río Kanda, cuando vi esta imagen, que me resultó extrañamente familiar:

Esto es un fotograma de la película japonesa de animación Ghost in the Shell; es uno de los paisajes urbanos que se ven durante esa secuencia maravillosa y emocionante en la que Kusanagi viaja en un bote por los canales de New Port City:

¿Cómo dices? ¿Que está un poco pillado por los pelos? A ver qué tal esta otra: En esta foto, que tomé dos días antes, se ve un pequeño canal seco que pasa cerca del intercambiador de Shibuya:

Y este es el canal de cemento en un suburbio de la ciudad por el que escapa una de las primeras víctimas del Puppet Master, al principio de la película:

Canal en Shibuya:

Ghost in the Shell:

¿Tampoco te convence? Hum, entonces puede que sea verdad que lo mío con Ghost in the Shell no es normal. De todas formas, New Port City (Niihama-shi) es una ciudad ficticia que estaría situada cerca de Kobe, y como el propio director de la película Mamoru Oshii ha admitido, la inspiración fue más Hong Kong que Tokio. No quiero forzar relaciones que no existen, pero el manga original es obra de un japonés y fue distribuido en Japón antes de convertirse en un éxito internacional, e igualmente las películas y las series de animación fueron hechas en Japón y por japoneses, y supongo que principalmente para un público doméstico. Así que espero poder relacionar esa representación de distopía urbana (¿¿«distopía» no figura en el DRAE?? un punto menos para ellos, y con esto se sitúan en −42) con otras imágenes de ciudades decadentes en obras japonesas de ficción científica. Más o menos de eso trata el ensayo en el que estoy trabajando ahora, y que (hopefully) será el colofón para el máster cuando lo entregue en septiembre. Confío en llevarlo a buen puerto y en tenerlo listo y medianamente decente para entonces. Solo necesito que se den las siguientes dos circunstancias: primero, que mis amigos y conocidos japonófilos, a los que siempre es un gustazo escuchar/leer, se olviden de mí y dejen de recomendarme, tan amablemente, tantos libros, artículos y películas tan reveladores; y segundo, que haya un corte de luz gordo e internet se apague de aquí a septiembre. ¿Uh?

De nuevo Tokio

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Tokio, otra vez.\n\nEl lienzo tridimensional del urbanismo inimaginable, efervescente y acogedor, permanentemente extraño y personalísimo.\n\nSus locales diminutos continúan desafiando la escala magnífica del esquema que resume los planos del transporte público, con sus ramas de líneas multicolores hundiéndose en las sub-ciudades. Bares que son menos que un pasillo, semiocultos tras las medias cortinas. Flanqueados por otros locales igualmente mínimos que sin embargo consiguen atraer la mirada y se hacen notar; poco importa que sea solo un local en una sucesión interminable de locales idénticos, que a su vez se replica al otro lado de la estación, en otra parte del barrio y en el otro extremo de la metrópolis. «Densidad» es la palabra.\n\nTokio. Los vagones de sus trenes se llenan de muchachas de piernas blanquísimas y delgadas, rodillas centrípetas, andar equino, cabellos finísimos, peinados impecables; cableadas, abrazadas al Louis Vuitton*; envueltas como el resto de los pasajeros en electrónica portátil; cubiertas por pieles sucesivas de microfibra, plástico, cosméticos, autocontrol y ausente dulzura. Muchachas físicamente presentes, pero apenas conscientes de su propia existencia. Como el resto de los pasajeros. Las muchachas rotan en cada estación; aparecen y desaparecen, se maquillan, miran al suelo, juegan con el teléfono treinta minutos sin levantar la mirada, duermen con la cabeza en las rodillas, raramente hablan.\n\nUna nueva barrera se ha sumado a las anteriores: a las alergias, la hipocondría y la consideración por la salud del otro se ha unido la psicosis de la pandemia de moda, y los japoneses se han envuelto en otra capa más. Más que nunca, la población se ha escindido en dos grupos: los que llevan mascarilla, y los que no. La consecuencia es que códigos nuevos están apareciendo, y los «enmascarillados» se comunican entre sí con las manos, con los ojos y con esa voz que surge atenuada desde el otro lado del tejido tenso sobre los labios. Tantos niños que deben estar aprendiendo a hablar lo están haciendo a base de mirar a los ojos de sus hermanos y a las manos de sus madres, pues la familia entera viaja de incógnito por la profilaxis. Una generación entera a la que le están racionando su dosis necesaria de sonrisas sinceras, dientes apretados, labios temblorosos, risas nerviosas, gestos cómplices… por fuerza tiene que crecer de otra manera, y comunicarse en otros canales.\n\n\n\nUna embarazada se ajusta el elástico tras la oreja mecánicamente mientras inclina la cabeza en una rápida reverencia cuando le ofrecen un asiento, sin mirar nunca de frente. El observador se pregunta qué es lo que habría visto en su cara si no hubiese una máscara delante. ¿Una sonrisa? ¿Indiferencia? ¿Desconfianza? Poco importa; seguramente la mascarilla también termina reprimiendo las emociones mismas, de forma natural.\n\nAl observador (que ya ha anotado otras barreras antes) lo que le sorprende esta vez es la homogeneidad en estos complementos de moda: no es posible, se dice, que no haya mascarillas de* Hello Kitty*, con facciones de personaje de* manga dibujadas sobre la tela, o negras, de látex y cubriendo toda la cara.\n\nDespués de todo, este es el archipiélago en el que, según Sharon Kinsella, no existe la idea de «afeminado» o «inmaduro». La segunda potencia económica del mundo desarrollado en la que es un garabato orejudo, de una especie animal inventada, el que identifica las comisarías de barrio. La ciudad en la que modelos 3D cabezones en colores pastel bailan obsesivamente coreografías de campamento de verano mientras cantan soniquetes en la quinta octava desde las pantallas enormes que se abren a la calle en el baricentro de los edificios. La nación en la que muñequillos multicolores penden de los móviles de los ejecutivos y en los sistemas de megafonía solo los avisos importantes se leen en una voz masculina adulta.\n\nAsí que el observador intenta proyectar lo que sabe y se anticipa a la tendencia, o eso cree. Se ha acostumbrado de forma inconsciente a esperar variedad hasta el paroxismo. Sin embargo, la sorpresa es que no hay sorpresas, y el blanco cubre la nariz y la boca de la mitad de los tokiotas, como un uniforme.\n\nPero así es Tokio. Las relaciones que habías entendido son ya las de ayer; hoy las constantes son nuevas.\n\nToda la población que podría llenar un país entero está empeñada en vivir sobre el mismo tatami*. Como si esos 1'55 m² se dilatasen para alojar a la vez las estructuras más complejas y gloriosas que el hombre ha creado y el dolor de la convivencia obligada; las palabras y los gestos más hermosos y la crueldad infinita hacia la propia especie; la imaginación derramándose imparable en cada esquina y el vómito negruzco de la homogeneidad.\n\nY ese* tatami virtual que aloja a todos los tokiotas se clona varias veces en cada vecindario; vecindarios que a su vez se repiten en el distrito, formando barrios que dan lugar a las ciudades que componen Tokio. Ese fractal perfecto está roto por curvas y polígonos que cruzan a varios niveles y perforan la retícula por encima y por debajo; en vías montadas sobre autopistas elevadas encima del parque y en bares bajo el pasaje que conecta el intercambiador subterráneo con el complejo de centros comerciales.\n\nCon tantas fuerzas distintas actuando sobre una misma metrópolis, es fácil desbordarse. Y sin embargo, Tokio no solo no implosiona sino que florece y se expande (y a veces se gangrena) en ciclos fascinantes que desafían cualquier intento de abarcarlos.\n\nQuizás Paul Waley sea el que lo ha expresado con mayor claridad: el que recurre al argumento de que Tokio es desorden, improvisación y caos está ignorando un hecho que por sí solo rebate empíricamente cualquier esfuerzo reduccionista: Tokio funciona.\n\nDe hecho, Tokio funciona muy bien. Lo que tiene que fluir, fluye con poca fricción; lo que debe permanecer inmutable se preserva como en ningún sitio.\n\nCada hebra de la ciudad se entrelaza una y otra vez con todas las demás en puntadas nanométricas, sorprendentes.\n\nSe entrelazan las columnas de luz que son todas las oficinas, bares, hoteles, grandes almacenes, estaciones, salones de pachinko*,* karaoke*, restaurantes… apilados unos sobre otros, hacia el cielo y también bajo tierra, proyectando sus mensajes en cadenas de caracteres rutilantes que cuelgan de las fachadas y alargan el atardecer hasta el alba.\n\nSe entrelaza la miseria de los vagabundos que edifican laboriosos en cartón y hacen noche tendidos en filas ordenadísimas a lo largo de las escaleras mecánicas detenidas (ocupando solo media anchura; el camino queda despejado).\n\nSe entrelazan —por el aire y en el subsuelo— todas las redes, visibles o no: redes de redes que nutren, dirigen, sanean, proveen, respaldan, realimentan, monitorizan, sedan, purifican, transportan y excretan.\n\nSobre todo, imaginamos que se entrelazan varios millones de vidas que en silencio y en asepsia comparten asiento de tren, horarios y gentilicio.\n\nTodas esas cosas fluyen; otras permanecen.\n\nPermanece la tristeza incomprensible y la vacuidad del* pachinko*. También el señor mayor con gorra cuyo trabajo es estar de pie junto a otro señor mayor con gorra que regula el tráfico en un cruce irrelevante y solitario; o girar veintiséis grados todas las bicicletas aparcadas en la calle. Y los grupos de jóvenes, llenando las galerías comerciales y negando el todo en rebeldías de gel fijador (hasta los espíritus contestatarios parecen mesurados con tecnología de superconductores). La humildad total y la amabilidad del que da un servicio, y de los transeúntes. El escalón vergonzoso entre los sexos, que el observador quiere ignorar. La cacofonía que bloquea el intento de comprender.\n\nAl final se concluye que debe existir un patrón para esos tejidos, aunque uno ya haya renunciado a intentar entenderlo.\n\nTokio, sea lo que sea, provoca una fascinación masoquista; un vértigo terrible de endorfinas sintéticas; el horror de la multitud y el vacío de ser uno solo; el infinito deslumbrante de las posibilidades y la certeza demoledora de las limitaciones. La ciudad provee un patrón insólito contra el que medir todo lo demás, y a uno mismo. Es una obligación, un lugar a evitar, el centro más cercano a todo, una bienvenida permanente. Tokio experimenta consigo mismo como una criatura artificial, o como la aldea que creció demasiado. Aunque solo fuese por un mero cálculo de probabilidades, la belleza tiene que surgir en su interior.\n\nEl observador busca desesperadamente esa belleza entre los charcos, y a veces la encuentra.*